Una asociación incorrecta: medicación-diagnóstico
Más allá de la controversia que inevitablemente acompaña al tema de los tratamientos psicofarmacológicos en niños con determinados trastornos, conviene aclarar una confusión frecuente: la de vincular la medicación con un diagnóstico concreto. Sería algo así como decir que «una persona con TDAH necesita psicoestimulantes de la misma forma que una persona diabética requiere insulina».
Sin embargo, la realidad es que el criterio para determinar la conveniencia de administrar un tratamiento psicofarmacológico en edad infantil no depende de la etiqueta diagnóstica, sino del grado en que los síntomas interfieren en la vida cotidiana del menor cuando no cuenta con un adulto para ayudarle organizarse, mantener la atención o regular sus pensamientos, conductas y emociones.
¿Por qué aclaro esto?
El desarrollo infantil implica la maduración progresiva de diversas funciones que trascienden el ámbito académico. Estas capacidades también permiten a los niños adquirir autonomía, regular sus emociones o establecer relaciones sociales satisfactorias, aspectos clave en su vida futura.
Hay niños con diagnóstico de TDAH que, con la estimulación adecuada y el aprendizaje de estrategias, logran desenvolverse con éxito en los distintos contextos que conforman sus vidas.
Otros niños, en cambio, funcionan correctamente mientras cuentan con el acompañamiento de padres o profesores —cuya retirada progresiva forma parte del enfoque terapéutico—, pero se ven desbordados cuando afrontan determinadas situaciones sin la presencia de un adulto de referencia. Ejemplo de esto es el recreo, un momento del día en el que los niños impulsivos se ven involucrados en múltiples conflictos con sus iguales.
Cuando esto ocurre y las consecuencias son graves, se valora la posibilidad de introducir medicación. ¿La razón? El niño no está pudiendo poner en práctica, en ausencia de una figura que regule sus respuestas, las estrategias que ha adquirido. Por lo general, antes de recurrir a un psicofármaco, se proponen unos meses de terapia para observar la evolución y detectar posibles resistencias al aprendizaje. Cuando la intensidad de los síntomas y el impacto que estos generan son muy elevados, ni siquiera se plantea ese paso previo.
A menudo, el problema es mucho más complejo y profundo de lo que el adulto alcanza a percibir. Volvamos al ejemplo del patio. Hablar de «un niño estigmatizado, porque siempre está metido en líos» es una lectura superficial. Más preocupante es todo lo que ese niño no está pudiendo desarrollar debido a su impulsividad exacerbada: la comunicación asertiva, la resolución de conflictos o la empatía.
La medicación no solo se prescribe para suprimir la impulsividad, sino para darle la oportunidad de aprender todo aquello que esa conducta irreflexiva le impide consolidar.
Más que un suspenso escolar: el impacto en el desarrollo cognitivo
Esto también se aplica a otros contextos. Veamos otra situación recurrente. En casa, el niño consigue mantener la atención porque los padres implementan una batería de estrategias (eliminación de distractores, descansos controlados, observación de señales de fatiga…). Sin embargo, en el colegio, suspende de forma reiterada. ¿La causa? Durante los exámenes responde cualquier cosa, lee solo la mitad de la pregunta asumiendo que sabe la respuesta, mezcla respuestas entre preguntas o, simplemente, entrega el examen en blanco porque se «desconecta». En resumen: no logra trasladar al entorno escolar las estrategias que funcionan en casa.
¿Cuál es el verdadero problema? ¿Que el alumno haya suspendido? En absoluto.
Lo importante es lo que revelan esos resultados: no se han puesto en marcha los procesos cognitivos que deberían haberse activado al leer y tratar de resolver una pregunta (atención, razonamiento, memoria, etc.). Y dado que, en términos neuronales, cuanto no se utiliza termina perdiéndose, lo que este alumno deja de desarrollar pesa mucho más que un simple suspenso.
Niños que, a priori, tienen buenas capacidades intelectuales, comienzan a mostrar un rendimiento cada vez más bajo. Y, en última instancia, nulo interés o la evitación de cuanto tiene que ver la escuela.