La impulsividad desbanca a la paciencia
Hay dos frases muy de «abuela» cuya validez está más que acreditada por la experiencia:
«La paciencia es la madre de la ciencia» – Autoría anónima.
«La paciencia es amarga, pero su fruto es dulce» – Jean-Jacques Rousseau.
Y pese a ello, son pocos los niños, adolescentes e incluso adultos que hacen gala de esa virtud. Una de las razones es, sin duda, nuestro actual estilo de vida: frenético, saturado de estímulos intensos y con una clara priorización de la cantidad sobre la calidad.
Muchos conceptos técnicos propios de la neuropsicología han saltado al lenguaje coloquial como resultado de la divulgación científica y han desbancado a otros. Hoy escuchamos muy poco la palabra «paciencia» y mucho el término «impulsividad». Cuando hablamos de impulsividad, nos referimos casi siempre a comportamientos en los que no median sistemas de control: se activa una conducta determinada por la incapacidad de frenar la frustración que supone demorar una meta u objetivo.
No nos engañemos: sobrellevar las situaciones de espera siempre ha sido difícil (también disponemos de un dicho popular ilustrativo: «El que espera, desespera»). Pero quienes tenemos una cierta edad hemos vivido en un contexto cuyas características facilitaban el entrenamiento de la tolerancia a la espera. Entre otras cosas, porque el manejo de los tiempos no estaba sometido a la tiranía de la respuesta inmediata a estímulos constantes y cambiantes.
Hoy resultaría impensable, por ejemplo, tener que esperar una semana para ver el siguiente capítulo de la serie que nos tienen enganchados.
Si esperar ya es complicado para el ser humano en general, ¿podemos imaginar lo que supone para personas con diagnóstico de TDAH, donde está afectada la función ejecutiva y, concretamente, la capacidad para controlar la respuesta?
Esto nos plantea una pregunta obvia:
¿La paciencia se hereda o se aprende?
Y, si es así, ¿ocurre lo mismo con la impulsividad?
La respuesta más acertada es, probablemente, una combinación de ambas condiciones.
Si hablamos de trastornos del neurodesarrollo, es innegable que la carga innata que acompaña al niño potenciará la aparición de respuestas más impulsivas. Estas se verán reforzadas -o no- por el entorno. Si el contexto no ayuda, y el modelo de los adultos de referencia no es el deseado, esas respuestas serán cada vez más frecuentes.
Sin embargo, no es necesario que exista un trastorno del neurodesarrollo. Nos encontramos con niños con un desarrollo del sistema ejecutivo acorde con su edad cronológica que, debido al contexto en el que están inmersos y, fundamentalmente, a sus modelos de referencia, muestran comportamientos propios de personas impulsivas sin serlo en origen. Lo hacen como resultado de un aprendizaje vicario: mediante la observación constante del modelo adulto.
Haya o no un trastorno del neurodesarrollo de base, es importante que el adulto -como principal agente regulador de la conducta de los niños, sea cual sea el aspecto en el que nos enfoquemos- sea consciente de su propio comportamiento.
Cuando se produce el tipo de reacción. que observamos en la viñeta de hoy, y que tanto molesta a los padres, hay un motivo aún mayor para realizar un análisis autocrítico de nuestras propias reacciones en situaciones tan cotidianas como un atasco, hacer cola ante la caja del supermercado o esperar a que nos pasen una llamada.
Una parte importante del correcto aprendizaje de los niños dependerá de un cambio de modelo y, por supuesto, de las estrategias que niño y adulto aprendan para gestionar la frustración en estas situaciones tan habituales.
Contenido del vídeo: información clara y detallada del desarrollo cerebral infantil, tanto típico como atípico, profundizando en aspectos como la corteza prefrontal, las funciones ejecutivas, los trastornos del neurodesarrollo, las necesidades terapéuticas, los errores frecuentes en el entorno familiar y la intervención centrada en la familia, con un ejemplo práctico de un caso de TDAH.