Esperar a que llegue un paquete por correo; esperar en la cola del supermercado; esperar el pago de la nómina; esperar la respuesta a una oferta de trabajo; esperar en un atasco en hora punta, esperar los resultados de los análisis; esperar a la nota de un examen; esperar a que se haga el bizcocho… Si hacemos un rápido recuento de las veces que esperamos al día (y no digamos a lo largo de nuestra vida), podemos decir sin miedo a equivocarnos que saber esperar es una obligación.
Y pese a ello, no nacemos con esa capacidad aprendida. Algo que en principio parece tan básico como saber esperar, necesita ser enseñado y requiere, además, que el aprendiz disponga de la madurez cognitiva (entre otros aspectos) necesaria para adquirir ese aprendizaje de forma eficaz.
Que esperar es complicado, es un hecho. En el acto de esperar intervienen aspectos relacionados con procesos cognitivos básicos como la atención y la memoria, habilidades de control inhibitorio (motoras, cognitivas y emocionales), además de la capacidad de orientarse en el tiempo –estrechamente vinculada con cuestiones motivacionales como la capacidad de postergar la recompensa–. Estas funciones básicas, en constante evolución desde que nacemos, constituyen los cimientos que harán posible el desarrollo de funciones ejecutivas necesarias para adaptarnos a las diferentes situaciones de espera, como la organización, la planificación o la monitorización del pensamiento.
A nadie le gusta esperar…
Por regla general, la experiencia subjetiva de esperar no suele ser positiva para casi ninguno de nosotros, por lo que buscamos estrategias que hagan del tiempo de espera una experiencia menos tediosa.
En el niño normotípico, los procesos y habilidades cognitivos, emocionales y motivaciones funcionan como un perfecto engranaje que le permite diseñar esas estrategias de espera sin excesivas complicaciones. Sin embargo, se estima que entre un 5 y un 8 % de la población infantil española presenta un desajuste neuroquímico, en concreto, en el neurotransmisor denominado dopamina que desempeña un papel fundamental en la regulación de la conducta, en los procesos de aprendizaje, en las sensaciones de placer y en los mecanismos de motivación y recompensa. En este grupo poblacional se observan, además, diferencias estructurales y volumétricas en los lóbulos frontales y ganglios basales y una menor actividad del córtex prefrontal encargado del funcionamiento ejecutivo: hablamos del niño con TDAH. Siguiendo con el símil anterior, el engranaje cognitivo que tan bien funciona en el niño normatípico tiene en el niño TDAH algunos desajustes y holguras que generan traqueteos y ruidos.
A causa de esas dificultades, las situaciones de espera se convierten en todo un reto para el niño o el adolescente con TDAH (y, a pesar de sus mayores recursos, también para el adulto).
En los niños, sobre todo de corta edad, esta dificultad para enfrentarse a la espera puede generar malestar emocional y provocar conductas disruptivas que son malinterpretadas por su entorno. Los niños terminan siendo etiquetados de pesados y maleducados y tratamos de modificar esas conductas aplicando castigos.
Es fácil que el niño con TDAH que hace cola para subir al tobogán o espera impaciente en la fila del comedor, termine siendo el último en tirarse del columpio o en recibir el almuerzo.
La exposición repetida al castigo no parece resultar eficaz como mecanismo de modificación de la conducta y, por el contrario, genera con el tiempo sentimientos de frustración y baja autoestima difíciles de superar.
… pero disponemos de estrategias que facilitan la espera
Enseñar a un niño con TDAH a enfrentarse a cuestiones tan cotidianas como los tiempos de espera requiere que todos, en particular, padres, profesores y especialistas, conozcamos las características de este trastorno y las dificultades a las que se enfrenta quien lo padece. Los castigos y restricciones repetidos no son la solución. El niño con TDAH necesita comprensión y, sobre todo, aprender estrategias compensatorias que hagan más fácil la espera. Disponemos de gran variedad de estrategias y potencial para crear otras nuevas, porque no todas son válidas para todos los niños. El éxito de una estrategia estriba en que se adapte a las peculiaridades, intereses y motivaciones de cada niño concreto.
Muchos adultos TDAH recuerdan como, durante su infancia o adolescencia, tuvieron la gran suerte de encontrar a esa persona (madre, padre, profesor…) que «dio con la tecla» para enseñarles a reducir la ansiedad que experimentaban durante la espera. Probablemente ninguna de esas personas estaba especializada en TDAH (tal vez ni siquiera supiesen cuál era la causa de ese comportamiento disruptivo), pero todas ellas supieron ver mucho más allá de la etiqueta de «niño maleducado» y aplicar las estrategias motivadoras que les dictaba su buen juicio, donde el castigo era la excepción y no la regla.
Iciar Casado (Psicóloga)