Un mecanismo muy «de padres y madres» consiste en la adaptación sistemática de nuestro comportamiento y exigencias a la etapa de desarrollo de nuestros hijos. El lenguaje nos proporciona un ejemplo ilustrativo: al adaptar nuestro nivel lingüístico a la zona de desarrollo próximo de nuestros hijos (planteándoles desafíos que no sean tan sencillos como para conducir a la desmotivación, ni tan difíciles que frustren al niño), nuestro hijo o hija va desarrollando sus competencias lingüísticas y comunicativas de forma natural.
En ocasiones, sin embargo, esta capacidad de adaptación puede ser contraproducente, ya que si nuestro hijo «va tirando en el cole», que suele ser el contexto donde primero saltan las alarmas ante una posible dificultad, es posible que no estemos estimulándole como sería deseable, porque nos estemos adaptando a su nivel.
Ante un signo de alerta es conveniente evaluar el desarrollo cognitivo, emocional y social del niño con pruebas estandarizadas. Pero esto no basta. Necesitamos la observación e información aportada por la familia y los profesores, porque queremos saber cómo se comporta el niño en casa y cómo lo hace en el colegio, dos contextos en los que, como hemos visto en entradas anteriores, nuestro hijo muestra (y debe mostrar) comportamientos diferentes.
La función de este diagnóstico es identificar déficits y plantear cambios que permitan al niño y a la familia vivir en armonía. Pero los psicólogos tenemos muy claro que trabajamos con dificultades concretas, no con diagnósticos. Un niño con TDAH sigue siendo el mismo niño, antes y después del diagnóstico. Más allá del trastorno, sus rasgos de personalidad lo hacen único. Tampoco las familias son iguales. Tenemos que valorar la sintomatología del niño e identificar, dentro de ese conjunto de síntomas, los que afectan al niño en el contexto en el que se desenvuelve.
¿Qué sentido tiene entonces el diagnóstico?
Dicho lo anterior, necesitamos un diagnóstico por las razones siguientes:
- Aporta sensación de control. Aunque pueda parecer paradójico, tras la negación inicial que, por lo general, se produce tras la comunicación del diagnóstico (sobre todo si es complejo o las familias han buscado información por internet), una vez que digieren la noticia y desciende el nivel de ansiedad, los padres agradecen el disponer de un diagnóstico porque les da sensación de control y favorece su implicación en el proceso terapéutico.
- Disminuye el malestar provocado por la falsa creencia de que existe una «intencionalidad». La atribución de intencionalidad es una pesada carga que porta el niño que sufre un trastorno durante gran parte de su vida. Pongámonos por un momento en la piel de niño que no puede y que continuamente escucha en casa y en el colegio que no quiere. Cuando despojamos el comportamiento de intencionalidad también cambian los juicios que se forjan los demás respecto al niño. El cambio de expectativas -nuestras y de lo otros- modifica las dinámicas y se sustituyen las relaciones de conflicto por las de aceptación.
- La importancia del diagnóstico es evidente en el ámbito escolar. Para que el sistema ponga en marcha en la escuela las limitadas medidas de adaptación disponibles necesitamos un diagnóstico clínico.
Necesitamos un diagnóstico aun cuando siempre trabajemos sobre necesidades específicas en contextos concretos.
A modo de conclusión
- Nuestros hijos cambian totalmente (y esto es esperable y conveniente) según el contexto. También cambian las exigencias y las expectativas respecto a ellos.
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No olvidemos nuestro rol de padres/madres o educadores. En casa no debemos anteponer las exigencias externas a la confianza, la comprensión y el efecto.
Quisiera hacer aquí una reflexión: con frecuencia nos dejamos llevar por las exigencias del colegio o los comentarios de otros familiares, cuando nuestro rol -importantísimo, por cierto- es el de comprender, arropar y dar afecto a nuestros hijos. Si mi hijo es un mal lector, no tengo que seguir con esa cantinela en casa: lo sabe perfectamente. En lugar de ello, brindémosle nuestra confianza y valoremos el esfuerzo que realiza en el colegio desde una situación de desventaja (un trastorno de la lectura, por ejemplo). El niño terminará aprendiendo a leer tarde o temprano, pero el esfuerzo es un aprendizaje que solo adquiere mientras es pequeño y que tendrá que poner en práctica a lo largo de su vida.
- Basar nuestra relación en el afecto. Cuántas veces nos enfadamos por las tareas del colegio o porque el niño no se concentra o no «para quieto». Esto no hace más que engordar el problema al que ya se enfrenta en el colegio. Nuestra actitud como padres debe ser completamente diferente. No somos profesores. Los docentes hacen muy bien su trabajo en la escuela. En casa, nosotros tenemos que hacer el nuestro: cuidar, querer, proteger, dar confianza. Sin olvidar las tareas del colegio, por supuesto, pero sin anteponer las exigencias externas a nuestra función.
- Adoptar una perspectiva integradora para generar esa base sólida de cariño y comprensión que hará que nuestro hijo se enfrente a las dificultades del colegio con el convencimiento de que puede superarlas.
- Vivir el proceso diagnóstico del niño como una oportunidad. Muchas familias viven con angustia este proceso, en lugar de verlo como una oportunidad. Cuando los padres deciden evaluar a sus hijos demuestran gran valentía: aceptan la realidad y la asumen como la oportunidad de poder ayudarles. Poner una etiqueta a lo que le ocurre al niño no cambia las cosas en lo que a él se refiere: sigue siendo el mismo. Pero esta etiqueta sí producirá cambios en vosotros, los padres, que empezareis a adaptaros, a quitar intencionalidad y a relacionaros con vuestro hijo o hija de una forma mucho más justa y acorde con unas necesidades que ya existían antes del diagnóstico, aunque no lo supiesemos.
Icíar Casado (Psicóloga)