Los manuales al uso definen el autocuidado como el «conjunto de acciones que toma la propia persona para proporcionarse salud mental, física y emocional». Esta definición -aceptada por todos en general- conlleva, por su falta de precisión y ambigüedad, algunos problemas de interpretación.
En primer lugar, la expresión «acciones que toma la propia persona» asume implícitamente la capacidad de la persona de analizarse a sí misma como requisito previo a la puesta en marcha de una estrategia de autocuidado.
Esto plantea el primer problema: vivimos en una sociedad inmersa en un ritmo frenético, en la que todo gira en torno a la productividad. Dedicamos muy poco tiempo a conocernos; terminamos convirtiéndonos en desconocidos para nosotros mismos y, de paso, en expertos evitadores de emociones desagradables.
Desconocemos cómo somos en realidad, lo que nos lleva a construir una imagen de nosotros mismos que colisiona con nuestras auténticas emociones y sentimientos.
Como consecuencia, iniciamos procesos de autocuidado basados en recomendaciones de otros (amigos, pareja, facultativo, familiar, etc.) y nos ponemos manos a ello con ansia en un intento de sentirnos mejor, sin analizar lo que verdaderamente necesitamos.
En segundo lugar, la definición que da comienzo a esta entrada nos hace pensar en un proceso aislado del resto del mundo, en el que cada uno de nosotros se proporciona sus propios autocuidados, valga la redundancia. La cuestión es que somos seres sociales; el desarrollo de nuestro autoconcepto y autoestima depende de nuestra interrelación con los demás. El autocuidado concebido como algo ajeno al grupo colisiona con la propia naturaleza humana.
Dejarnos ayudar por otros o ayudar a otros es una buena estrategia de autocuidado.
En tercer lugar, la definición habla de salud mental, física y emocional… ¿pero qué pasa con la salud social?
¿Qué pasa con la salud social?
Todos sabemos que mantener la mente activa reduce el riesgo de deterioro cognitivo, que una correcta alimentación y el ejercicio diario moderado mantienen nuestra salud física, y que una buena higiene y una estética agradable mejoran nuestro estado de ánimo. ¿Pero sabemos algo del autocuidado emocional?
En el apartado del cuidado emocional nuestra ignorancia es absoluta. Nos esforzamos por anular las emociones desagradables -ira, enfado, tristeza- bloqueándolas o reemplazándolas por otras para sentir únicamente emociones agradables. Nuestro objetivo en la vida es la búsqueda constante de la felicidad -algo loable-, pero los seres humanos experimentamos a lo largo de nuestra vida un gran repertorio de emociones que hemos de tener en cuenta si queremos que las cosas vayan bien. Todas las emociones -agradables o desagradables- son necesarias porque tienen una importante función adaptativa.
El cuidado emocional y el cuidado social están íntimamente relacionados. Como seres sociales, nos afectan las emociones de los demás de la misma forma que nuestras emociones afectan a los otros. De hecho, si no fuese así, deberíamos preocuparnos, porque nos adentraríamos en el terreno de las psicopatías. Pretender vivir al margen de las emociones de los otros iría contra natura.
Hablemos, por tanto, de emociones
Las emociones:
- pueden ser agradables o desagradables. En el pasado se han calificado las emociones de «positivas» o «negativas», lo que induce a error, porque todas las emociones, sean del tipo que sean, tienen una función adaptativa.
- influyen en lo que sentimos, pensamos y hacemos. Nos acompañan a lo largo de nuestra vida, ya que estamos predispuestos genéticamente a emocionarnos, por lo que tenemos que convivir con ellas.
- ofrecen siempre información relevante sobre nosotros mismos. Las emociones nos hablan de nosotros y también de los demás; tienen, por tanto, un claro valor comunicativo.
- generan problemas cuando se ignoran, reprimen o camuflan, ya sea ante uno mismo o ante los demás, y afectan a todas las áreas de la salud (física, cognitiva, emocional y social).
- pueden ser primarias (alegría, tristeza, asco, enfado…) y secundarias. Estas últimas son emociones más complejas y aprendidas que surgen de las primarias. Tienen, por consiguiente, un claro componente social.
¿Qué pasa cuando adquirimos el rol de padres o madres?
Con la llegada de los hijos aumentan las exigencias, responsabilidades y obligaciones; tenemos que tomar decisiones y compartir un estilo parental; se manifiestan sentimientos contradictorios… De la noche a la mañana nos enfrentamos a situaciones novedosas. Y en lugar de pararnos a recapacitar sobre nuestras necesidade y las de nuestros hijos, entramos en una dinámica que podríamos calificar de «modo automático». Surge la sensación de ir «apagando fuegos» todo el día, lo que genera nuevos problemas, porque todo lo que tiene que ver con las relaciones -ya sea con los hijos, con la pareja o con terceros- nos afecta profundamente.
Inmersos en esa vorágine, sentimos la necesidad de autocuidarnos y entonces nos dejamos llevar por lo que nos dicen los demás (Te convendría hacer yoga o zumba o dieta ayurvédica…). Estas recomendaciones pueden ser estupendas, pero no nos sirven (de hecho, terminan por lo general convirtiéndose en una obligación más). ¿La razón? El autocuidado tiene que partir de uno mismo, ya que solo yo conozco y experimento mis propias necesidades.
El autocuidado debe ser un proceso que inicie la propia persona atendiendo a sus emociones y sentimientos. Estos y solo estos le indicarán sus auténticas necesidades. Si soy capaz de analizar mis sentimientos y emociones sabré con exactitud qué necesito cambiar en mi vida. Y para que ese análisis sea posible solo disponemos de una herramienta: la introspección. Pero esto ya será materia de otro post.
Icíar Casado (Psicóloga)