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Cuando recibes el diagnóstico

No siempre es sencillo darnos cuenta de que nuestro hijo o hija no cumple los hitos de desarrollo previstos al ritmo que cabría esperar.

Por un lado, están nuestras expectativas como padres, que nos llevan a rechazar que nuestros hijos puedan tener algún tipo de problema. Deseamos que crezcan sanos y felices y esto desvirtúa nuestra percepción de su desarrollo.

Puede darse el caso, asimismo, de que no tengamos otros niños con los que comparar. Esto ocurre, por ejemplo, con los padres primerizos.

En determinados trastornos, los padres comienzan a notar algunas peculiaridades en sus hijos enseguida (falta de contacto visual, facilidad de irritación, etc.). En otros casos, si las alteraciones no son significativas, pueden pasar desapercibidas porque el grado de exigencia cognitiva aún no es elevado.

En torno a los dos o dos años y medio se inicia el proceso de socialización de los niños. El lenguaje comienza a desempeñar una función importante, tanto en la interrelación con los demás como en el desarrollo de otros procesos cognitivos. Los padres observan entonces mayor desajuste entre sus hijos y los otros niños. Es posible que ni siquiera perciban las dificultades de base, sino los problemas derivados de la falta de maduración o algunas comorbilidades.

Aun así, y aunque intuyen que algo no va bien, no lo tienen del todo claro. Suelen ser los pediatras y profesores quienes dan la voz de alarma, porque conocen a vuestros hijos en un contexto diferente, en el que es fácil comparar entre iguales y detectar que algo no va bien.

Es entonces cuando los padres acuden a un profesional -psicólogo, neuropsicólogo o logopeda-, quien se encargará de realizar una valoración no ecológica.

¿Qué es una valoración no ecológica?

Cuando un profesional evalúa al niño, no le interesa hacerlo en una situación natural, porque los resultados estarían contaminados. Os pongo un ejemplo: cuando preguntamos a los padres si su hijo tiene problemas con el lenguaje acostumbran a responder que el niño habla y entiende perfectamente. Sin embargo, cuando el pequeño se enfrenta en consulta a una prueba estandarizada que le plantea situaciones lingüísticas, con la única compañía del terapeuta, se revelan las dificultades.

Durante la entrevista de devolución en la que explicamos los resultados de las pruebas, muchas familias se muestran escépticas y suelen comentar: «No lo entiendo; en casa lo hace bien». Y así es. En casa los padres ofrecemos a nuestros hijos multitud de estrategias de compensación -gestos, rutinas, etc.- y otros facilitadores que les ayudan a desenvolverse; sin ir más lejos, nuestra capacidad para entender su lenguaje por muy ininteligible que sea.

Y llega el diagnóstico…

Dependiendo del diagnóstico, este momento puede resultar muy duro para algunas familias. Otras sienten liberación: por fin entienden el porqué de muchas conductas de sus hijos que generan conflictos en casa.

En ambos casos, el profesional debe:

  • arropar a la familia en un momento en el que experimenta un cúmulo de emociones desagradables (negación, tristeza, enfado…).
  • ofrecer información clara y fiable sobre la situación actual del niño. El matiz «actual» es importante, porque ni psicólogos ni logopedas ni otros profesionales de la salud podemos adivinar el futuro de vuestro hijo. Podemos hablar de un pronóstico, pero en ningún caso de un «techo», que lo único que hará será condicionar vuestra relación con el niño. La evolución dependerá del propio niño, de los apoyos con los que cuente, de sus experiencias. Así que tenemos que centrarnos en el ahora y acompañarlo en los muchos cambios que irá experimentando.

La frustración

Es inevitable que el diagnóstico se acompañe de un sentimiento de frustración, una reacción emocional muy ligada a las expectativas. Cuando pensábamos en nuestro futuro hijo o hija no contemplábamos la posibilidad de una discapacidad. Además, debido a la elevada carga genética de este tipo de trastornos, los padres se ven reflejados en sus hijos y se despiertan antiguos traumas o recuerdos poco agradables.

La cuestión es que hay que experimentar esa frustración. Tratar de evitarla porque genera malestar no es una buena política y, a larga, provoca problemas mayores. La huida o la procrastinación actúa como las cicatrizaciones en falso, nace una fina piel superficial, pero la herida sigue supurando por dentro.

¿Pero cómo lo hacemos?

  • Reconociendo nuestro malestar: me acaban de dar una noticia que ha truncado mis expectativas y me siento mal.
  • Identificando de dónde procede el malestar: qué está generando en mí y en mi relación con los demás. Si no hacemos este ejercicio es probable que nos culpemos o culpemos a otros de la situación.
  • Aceptando que nos sentimos mal y que es lógico sentir esa emoción.
  • Iniciando el proceso de aceptación: no solo los niños se enfadan y lloran; también los adultos necesitamos expresar nuestras emociones. Permitámonos hacerlo. Solo entonces podremos reconducir la situación hacia la toma de control.
  • Tras este proceso aparece el miedo. Ya no hay enfado ni tristeza, sino miedo, el «¿Cómo puedo ayudar a mi hijo?». La frustración tiene un sentido: nos permite conectar con nuestra conciencia y cambiar las cosas. Cuando aparece el miedo entramos en una dinámica positiva de aceptación que nos induce a buscar información fiable. Este es el principio del cambio.

¿Qué entendemos por aceptación?

Aceptar las dificultades de nuestro hijo o hija sin perder de vista sus potencialidades. Cuando aceptamos que nuestro hijo es como es y no como habíamos imaginado o esperado, nos adaptamos a sus necesidades.

El camino de la educación no es lineal y hemos de contemplar la posibilidad de fracaso (¡cuidado con las expectativas!). Los retrocesos entran dentro de lo esperable. Pero ahí estamos nosotros, para echar una mano a nuestros chavales y ver más allá de ese fracaso momentáneo.

Y hay algo que no debemos olvidar nunca: todos los niños -tengan o no una discapacidad o necesidades especiales-, necesitan desarrollar su autonomía, porque esta es la base de una buena autoestima.


 

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