Se habla mucho de sobreprotección. ¿Pero cuáles son esos comportamientos sobreprotectores?
Somos expertos en reconocer la sobreprotección en el ojo ajeno, pero no en el propio. Después de todo, nuestros hijos pequeños comen y se visten solos y además cumplen otras responsabilidades propias de su edad. Estos logros siempre son una buena noticia, porque reflejan autonomía… pero no eximen de caer en la sobreprotección.
La naturaleza de la sobreprotección es sutil. Acostumbra a disfrazarse de comportamientos que consideramos necesarios para la seguridad de nuestros hijos y que, sin embargo, buscan protegernos de los miedos y frustraciones que hemos acumulado a lo largo de nuestra vida.
Se produce entonces el curioso fenómeno de la doble evitación: el adulto trata de evitar su propio malestar impidiendo que su hijo lo experimente, aunque este sea necesario para su sano desarrollo. Así, encontramos padres que ofrecen ayuda antes de que el niño la solicite, advierten de tantos peligros en el parque infantil que este termina pareciendo un campo de minas o protegen a sus hijos de situaciones frustrantes como el error, el aburrimiento o el desencuentro con un compañero.
La sobreprotección también se manifiesta en algunos conflictos entre alumnos y profesores. Son los padres quienes enfrentan al niño (o al adolescente, después de todo la sobreprotección no se circunscribe a la infancia) con las figuras de autoridad, otorgándole un crédito desmesurado sin detenerse a pensar que, quizás, su hijo está teniendo problemas para aceptar un límite necesario.
Es muy posible que el adulto que muestra un patrón de comportamiento inmaduro -similar al del adolescente al que pretende educar-, haya sido él mismo objeto de sobreprotección. Por eso es tan difícil identificar este patrón en uno mismo. Nos alarmamos ante conductas infantiles o adolescentes que no encajan con nuestras expectativas, sin darnos cuenta de que, en ocasiones, son reflejo de nuestras propias actitudes e historia de aprendizaje.
Tenemos la responsabilidad de educar en autonomía. El desarrollo de los niños depende, en gran parte, del contexto y, por ende, de los padres. Ante determinados comportamientos de nuestros hijos, hagamos un ejercicio de introspección: analicemos nuestros miedos y frustraciones; esos que nos impiden dejarles espacio para que aprendan de la experiencia. De su propia experiencia. En ese proceso desarrollarán multitud de herramientas, entre otras, la capacidad de pedir ayuda al adulto de referencia cuando lo necesiten.
Un último apunte: la otra cara de la sobreprotección es una autoestima frágil. La niño se siente incapaz de realizar determinadas acciones. Esa incapacidad erosiona su iniciativa, indispensable para aprender a decidir. Y la vida es una sucesión de acontecimientos, internos o externos, que nos colocan en la tesitura de tomar decisiones.