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Fragilización

El verano pasado paseaba con mi amiga y su perro cuando nos cruzamos con una pareja de adultos acompañada de su preciosa hija. Esta, al ver el perrillo, trató de acercarse a acariciarlo. Al anticipar la intención de su hija, la madre pego un grito y, sujetando a la niña por el hombro, tiró con violencia de ella para separarla del animal.

La situación era incómoda: la niña lloraba por el tirón de brazo y, más aún, por el susto; el padre trataba de calmarla sin conseguirlo. Ni mi amiga ni yo sabíamos qué decir. El animal no iba suelto y tampoco había hecho movimientos bruscos (algunos perros tienen la costumbre de ponerse sobre dos patas llevados por la alegría, lo que pueda provocar miedo a quien no espera esa reacción). De hecho, «Lion» es un cacho de pan y su comportamiento no había pasado de un movimiento amistoso de cola.

Calmada la pequeña, la madre nos explicó con cierto azoramiento que sentía pavor por los perros desde niña, como su propia madre. No tengo dudas de que su hija terminará repitiendo el patrón de su madre y de su abuela. Por desgracia, no hay nada tan fácilmente transmisible de generación en generación como un miedo bien instaurado, aunque se desconozca el motivo sobre el que se sustenta.

Habrá quien piense «Es lógico el comportamiento de esa madre. Después de todo no sabía si el perro mordería o no a su hija». Cierto, en prácticamente todo lo que hacemos hay un riesgo. Y debemos aprender a valorarlo antes de decidir si merece la pena o no enfrentase a él para obtener lo que necesitamos o deseamos (en este caso, la pequeña deseaba jugar con el animal). De hecho, muchos padres, cuando su hijo trata de acariciar a un animal que no conoce, retienen al niño con tranquilidad (no exenta de firmeza) y preguntan al propietario si hay algún problema en que juegue con la mascota.

Yo diría que esta es una buena forma de enseñar prudencia -es decir, la capacidad de actuar con cautela y sensatez-. Se modera el comportamiento impulsivo del niño o la niña, sin incurrir en miedos innecesarios. Miedo y prudencia mantienen una relación compleja. Cuando el miedo se convierte en una reacción exagerada, impide una evaluación equilibrada de los hechos y nos lleva a tomar decisiones imprudentes o, por el contrario, excesivamente cautelosas, tanto que terminan por evitar acciones beneficiosas e incluso necesarias.

Cuando te conviertes en un ser temeroso a través de la experiencia de tus padres, cualquier riesgo, por nimio que sea, puede transformarse en motivo de terror y paralización.

Dicho lo anterior, me pregunto hasta qué punto los padres somos conscientes de esos comportamientos sutiles que fragilizan a los niños y los convierten en seres dependientes. Por cierto, últimamente caen en mis manos muchos artículos que advierten de la nueva «adolescencia aniñada». No está de más preguntarnos cuál es nuestra responsabilidad como adultos educadores en ese estado de cosas.

Si te interesa el tema, te aconsejo la lectura de Hablemos de sobreprotección. Algunos comportamientos sutiles

 

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