Una de la consecuencias de la bipedestación, que tanto ha beneficiado a nuestra especie, ha sido la modificación de la pelvis femenina, obligada a equilibrar la capacidad de locomoción con el parto de crías de enorme encéfalo. La solución biológica ante la inevitable estrechez del canal del parto ha sido parir crías con cerebros inmaduros y de menor tamaño. Estos seguirán desarrollándose a gran velocidad, fuera del vientre materno, con ayuda de las figuras de apego.
Las crías llegan al mundo con un sistema límbico perfectamente operativo que les permite sentir y expresar emociones. Carecen, sin embargo, de las estructuras encargadas de controlar las respuestas emocionales y conductuales.
Ante un cerebro infantil que busca la recompensa inmediata, son los padres quienes asumen el proceso de heterorregulación, ayudando a sus hijos a regular su comportamiento y a demorar la recompensa. Con el tiempo y la creciente madurez cognitiva, esto será reemplazado por la autorregulación.
Se trata de un proceso de aprendizaje natural: los padres enseñan a sus hijos a regular reacciones desmesuradas y a demorar la recompensa. El problema surge cuando los comportamientos parentales, en lugar de facilitar la heterorregulación, generan aprendizajes erróneos, en los que prima el desasosiego y una visión sesgada que no tiene en cuenta la etapa madurativa del niño.
El adulto emite entonces juicios que no se corresponden con la realidad, atribuye intenciones inexistentes a los actos infantiles, añade una carga emocional subjetiva («¿Estoy siendo buen padre?, ¿Se lo consiento o no?»…) y, dada su elevada susceptibilidad al juicio ajeno, muestra un comportamiento inconsistente según el contexto. Esto le lleva, por ejemplo, a ceder a las demandas del niño, aún sabiendo que no es adecuado desde la perspectiva de la heterorregulación, para «acabar de una vez con esto».
El niño crece con una historia de aprendizaje que muchas veces no tiene nada que ver con lo que cree el adulto. Cada persona es única, pero a menudo nos encontramos en consulta con historiales infantiles de refuerzos intermitentes inadecuados.
Tanto en el terreno de la educación infantil como del aprendizaje en general, el refuerzo intermitente es una potentísima herramienta para mantener conductas a largo plazo sin depender de la gratificación constante. De hecho, las conductas reforzadas intermitentemente suelen ser más difíciles de extinguir. El problema es que esto vale tanto para lo bueno como lo malo, es decir, podemos reforzar tanto conductas adecuadas como inadecuadas. Por eso, como padres, debemos tener siempre presente qué estamos reforzando en nuestros hijos cuando, consciente o inconscientemente, actuamos de forma errática.
Padres y madres debemos tener claro nuestro cometido para que la heterorregulación acabe traduciéndose en autorregulación. Se trata de un trabajo complejo que hemos de llevar a cabo desde la calma, teniendo presente nuestro objetivo de que el niño aprenda estrategias de regulación emocional y demora de la gratificación.
El interés del niño no tiene por qué corresponderse con el del adulto. Pero ese interés existe. Como padres, nuestra tarea consiste en determinar si conviene satisfacer de inmediato la demanda del niño o, por el contrario, demorarla. En este segundo caso, tendremos que imponer un límite.
Frente al límite, la reacción negativa del niño es muy probable. No nos alarmemos por ello, ya que forma parte del proceso. Se abre ahora un nuevo escenario en el que el adulto brindará al menor las estrategias necesarias para gestionar la emoción de frustración.
Una curiosidad que recoge la viñeta de hoy: los niños aprenden enseguida que una rabieta en un lugar público, ante las miradas de otros adultos, vuelven a mamá y a papá mucho menos reacios a darles lo que desean.
Tal vez te interese: