Si de algo podemos tener la certeza es de la incerteza de la vida.
No descubro nada nuevo cuando digo que nuestra existencia transcurre entre los vaivenes de la incertidumbre y que por mucho que nos esforcemos por tenerlo todo bajo control siempre habrá algo que dependa de que nos encontremos en el momento o lugar por el que pasea la Diosa Fortuna. Ante el infortunio tan lógico es preguntarse «¿por qué a mí?» como «¿y por qué no?».
Quien se formula la primera pregunta coloca el devenir de los hechos en manos del azar. Esta postura tiene la ventaja de que evita tomar decisiones y asumir responsabilidades. También justifica la inacción mientras esperamos un giro de la fortuna o -dado que es improbable que las cosas cambien si nosotros no propiciamos el cambio- que alguien acuda en nuestro auxilio.
Quien se formula la segunda pregunta entiende la incertidumbre como parte indisoluble de la experiencia humana y, como tal, una compañera de viaje. Se enfrenta al infortunio sopesando un cambio de estrategia, tomando decisiones informadas y asumiendo las consiguientes responsabilidades (entre ellas, la posibilidad de un nuevo traspiés).
Para hacer frente a los imprevistos y a sus consecuencias afortunadas o desafortunadas, el ser humano cuenta con la más eficaz de las herramientas: la plasticidad, esa capacidad tan humana que nos permite adaptarnos a situaciones cambiantes, tomar decisiones difíciles, modificar el enfoque si las cosas no salen como esperábamos y levantarnos después de un tropiezo con la convicción de que un contratiempo en el camino no impide llegar al destino; solo nos obliga a buscar una ruta alternativa.
Mesarte los cabellos (y confiar en la Diosa Fortuna) o ponerse manos a la obra y propiciar el cambio: tú decides con qué actitud comienzas el día.