«Está siempre en Babia», «no participa en las actividades de clase», «no memoriza cosas sencillas», «llora por todo» eran comentarios que los padres de Carlos oían de forma recurrente desde educación infantil. A punto de concluir primaria, aconsejados por la tutora del niño, solicitaron la intervención del equipo de orientación del centro escolar para descartar posibles problemas de desarrollo. Los resultados de la primera evaluación psicopedagógica, que coincidieron con los obtenidos en la valoración realizada el curso siguiente en un gabinete externo, revelaron un elevado CI, una hipersensibilidad que parecía ser el origen de las múltiples somatizaciones del niño y una marcada desmotivación. Según sus progenitores, Carlos había comenzado a leer muy pronto sin prácticamente ayuda y podía pasarse horas inmerso en la lectura de un libro. Comprendía rápidamente problemas de cierta complejidad, pero mostraba dificultades para memorizar listas sencillas (los días de la semana, por ejemplo). Esos problemas desaparecían si los vocablos llamaban su atención. Su escritura era lenta y desorganizada, en ocasiones ininteligible. Salpicaba su discurso de expresiones en desuso, lo que provocaba la hilaridad de sus compañeros. Al hablar se «aturullaba»: lo hacía desordenadamente y con excesiva rapidez. Tenía una imaginación desbordante y gran facilidad para desconectar de la realidad. Tras la valoración psicopedagógica y dado el bajo rendimiento del niño, el centro escolar le asignó un profesor de apoyo.
Las malas calificaciones y las crecientes dificultades para relacionarse con sus compañeros (no así con los adultos) fueron los motivos que llevaron a los padres de Carlos a solicitar nuestro asesoramiento.
El caso de Carlos es un ejemplo ilustrativo de una situación paradójica: la de los niños de altas capacidades que presentan doble excepcionalidad o comorbilidad entre diagnósticos. Por un lado, sus altas capacidades les permiten compensar en muchos casos los déficit asociados con la dificultad que arrastran en uno o varios campos (DEA, TEA, TDAH, problemas auditivos, visuales, motores…) y, por otro, esos déficits lastran sus resultados y les impiden aprovechar su gran potencial. Nos encontramos así con alumnos que pueden ser brillantes en áreas tales como comprensión verbal, razonamiento perceptivo o creatividad, pero que presentan, en el mejor de los casos, un rendimiento académico mediocre y, en el peor, abierto fracaso escolar.
Para comprender esta circunstancia, hemos de entender las altas capacidades como lo que son: una potencialidad que requiere de un terreno adecuadamente abonado para su desarrollo y que pueden terminar desapareciendo en ausencia de estímulo. Faltos de un entorno motivador, alumnos que muestran precocidad o elevadas aptitudes en los primeros años de colegio parecen ir diluyendo su talento a medida que pasan de curso para terminar fracasando al entrar en bachillerato.
Poseer un elevado CI es, sin duda, una ventaja y un buen predictor de la inteligencia académica y del razonamiento lógico. Pero transformar ese don en auténtico talento requiere de otros factores más difíciles de cuantificar a través de test psicométricos estándar: intereses, perseverancia, motivación, creatividad o tolerancia al fracaso son algunos de ellos. El desarrollo socioemocional del niño, sus circunstancias sociofamiliares y las oportunidades que se le brindan desde la infancia también son elementos que influirán notablemente en su desempeño.
Según estimaciones del Ministerio de Educación, alrededor del 70% de los alumnos con altas capacidades muestran un rendimiento escolar muy inferior al que cabría esperar a la vista de su potencialidad, y entre un 35% y un 50% presenta fracaso escolar. Las razones de este fracaso son muchas: niños inmersos en programas curriculares no adaptados a sus especiales características; niños que quieren pasar desapercibidos para ser aceptados por el grupo; niños en situación de desventaja social, familiar, étnica o lingüística; niños doblemente excepcionales…
Quisiera centrarme en este último grupo por las dificultades que entraña su identificación diferencial.
Son muchos los autores que han documentado exhaustivamente las características cognitivas y socioemocionales «genéricas» –si es posible aplicar este término a este grupo altamente heterogéneo– relacionadas con la alta capacidad y el talento. Cuando hablamos de un alumno talentoso, pensamos en alguien excepcional en términos de memoria, ritmo de aprendizaje, velocidad de procesamiento, pensamiento abstracto, dominio del lenguaje comprensivo y expresivo, creatividad e intereses, que muestra además determinadas características socioemocionales como perfeccionismo, intensidad emocional, perseverancia, motivación intrínseca, autoexigencia o capacidad de liderazgo. ¿Pero qué ocurre si ese niño tiene, por ejemplo, dificultades para utilizar su memoria de trabajo o mantener la atención prolongada en actividades repetitivas y poco motivadoras? Aún mostrando muchas de las cualidades que le «etiquetarían» como alumno de altas capacidades (un CI extraordinario, por ejemplo), es muy probable que su infrarrendimiento no nos hiciese sospechar esa condición.
Volvamos al ejemplo con el que iniciaba este post. Carlos es un niño inteligente y creativo, con una elevada capacidad de comprensión verbal y de razonamiento perceptivo (como han puesto de manifiesto las valoraciones a las que ha sido sometido en diversas ocasiones). Sin embargo, sus innegables dificultades ejecutivas, que le impiden planificar, organizar y priorizar, interfieren de forma clara en todos los ámbitos de su vida. Carlos es consciente de ese desequilibrio entre capacidad de razonamiento y velocidad de procesamiento, lo que le genera gran frustración. Como él mismo manifiesta: «Lo que más rabia me da, cuando me enfrento a un examen, es que sé que lo sé todo, pero no encuentro la manera de ver lo que es realmente importante. Me doy cuenta de que el tiempo pasa y entretanto sigo preguntándome cuál de las cientos de respuestas que se me ocurren será la que mi profesor espera. Esto me produce muchísima tensión y termino desconectándome».
Alumnos como Carlos –que reúnen las características específicas de la alta capacidad y las dificultades propias del TDAH– muestran un rendimiento sobresaliente si se atiende a ambas condiciones ofreciéndoles adaptaciones curriculares, herramientas socioemocionales y programas enriquecedores.
Llegados aquí, quiero destacar una vez más la importancia del diagnóstico diferencial precoz. La identificación temprana es fundamental en cualquier persona que requiera educación especial. En el caso de los niños con altas capacidades, se ha constatado claramente la relación entre rendimiento y un entorno socioeducativo favorable. Es fácil comprender la desmotivación (y el aburrimiento) que puede producir en un niño o en niña, cuyo desarrollo cognitivo supera el que cabría esperar por su edad cronológica, enfrentarse cada día con un programa curricular que no se adapta a sus intereses. El hastío y la desmotivación conducen con frecuencia a conductas disruptivas (oposicionismo, agresividad…), somatizaciones o a la apatía generalizada. Estos comportamientos pueden ser malinterpretados por padres, profesores y profesionales de la salud, dando lugar a «falsos diagnósticos». Únicamente a través del diagnóstico diferencial, basado en la aplicación de tests estandarizados correctamente contrastados, una anamnesis completa y minuciosa, la recopilación de información exhaustiva aportada por padres, maestros, médicos y otras personas de relevancia en el entorno del niño, la experiencia clínica del profesional y el conocimiento profundo de las especiales características de las altas capacidades, podremos establecer un diagnóstico precoz y fiable que nos permita identificar las fortalezas y debilidades del niño y dotarle de herramientas y estrategias para estimular las primeras y trabajar las segundas.
Iciar Casado (Psicóloga)
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