Charlando recientemente con uno de los papás que acuden al gabinete, surgió la cuestión de si «la actual preocupación por las altas capacidades no tendría algo de moda»: en su opinión, bastaba con ver la programación de cualquier cadena de televisión para comprobar la proliferación de series protagonizadas por científicos superdotados, inadaptados y estrambóticos.
No he tenido ocasión de verificar de primera mano esa abundancia de personajes peculiares e increíblemente inteligentes, pero el comentario de este padre me hizo reflexionar sobre el asunto y, en particular, sobre dos aspectos que considero de relevancia:
- El incremento (aunque insuficiente) del diagnóstico de niños con altas capacidades.
- Los muchos estereotipos que rodean al niño con AA.CC..
Según estadísticas del Ministerio de Educación, el número de alumnos de altas capacidades identificado en el curso 2016/17 ascendió a 27.133 frente a los 8.135.876 estudiantes escolarizados en el conjunto del país. Incluso utilizando el restrictivo y discutido «CI =130 o superior» en el que se fundamentan las Administraciones para establecer si un niño recae o no en esa categoría (lo que corresponde a un 2% de la población estudiantil situada en el extremo derecho de la curva de Gauss, frente al 10% establecido por Gagné o al 20% de Renzulli), este grupo de alumnos debiera ascender a 162.717. Quiere ello decir que permanecen sin identificar 135.584 estudiantes talentosos. De estos, según el propio Ministerio, un 50% engrosa las filas del fracaso escolar. Las cifras interanuales demuestran que el número de alumnos considerados altamente capaces aumenta año tras año, pero su identificación no deja de ser un lento goteo. (Aconsejo la lectura del enlace anterior a quienes deseen conocer las cifras completas, desglosadas por Comunidades Autónomas, relativas al alumnado con necesidades especiales que recibe apoyo educativo. El Ministerio de Educación publica estas cifras desde el año 2010).
¿A qué es debido? La respuesta puede estar, en parte, en el segundo aspecto al que hago referencia al inicio de este post –los estereotipos resultantes de la falta de información–. Padres y profesores pueden caer en el error de pensar que el alumno con grandes aptitudes muestra siempre un excelente rendimiento académico. Sin embargo, el niño de altas capacidades no domina las materias por ciencia infusa. Tiene un gran potencial, sí, pero es un potencial por desarrollar, y eso llegará de la mano del conocimiento, del interés, del esfuerzo y de la perseverancia. El alumno de grandes capacidades puede ser un impresionante deportista, un líder, un estudiante brillante, pero también un auténtico «manta para el fútbol», un chaval introvertido, un niño que pasa desapercibido, que molesta en clase o un pésimo estudiante. Puede ser un chaval distraído, o por el contrario, muy despierto. Puede ser un fanático de la moda o llevar las gafas de pasta pegadas descuidadamente con celofán (por volver a los estereotipos). El niño de altas capacidades tiene los mismos deseos, esperanzas y miedos que cualquier otro niño, pero con algunas peculiaridades que son, a un tiempo, su fortaleza y su fragilidad: un cerebro morfológica y funcionalmente diferente —en estado de constante actividad– y una marcada sensibilidad.
La Ley Orgánica, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa (LOMCE), establece en su artículo 76:
Corresponde a las Administraciones educativas adoptar las medidas necesarias para identificar al alumnado con altas capacidades intelectuales y valorar de forma temprana sus necesidades. Asimismo, les corresponde adoptar planes de actuación, así como programas de enriquecimiento curricular adecuados a dichas necesidades, que permitan al alumnado desarrollar al máximo sus capacidades.
Las buenas intenciones que desprende esta norma quedan cercenadas por un sistema educativo arcaico, basado en metodologías reproductivas en las que se prioriza la estandarización y las actividades memorísticas y repetitivas; un sistema educativo que anula la curiosidad, la creatividad y el razonamiento crítico; en el que los alumnos adoptan un papel pasivo y los programas curriculares no se adaptan a los actuales conocimientos y tecnologías y, por consiguiente, tienen poca o nula aplicación práctica. ¿Cómo identificar esa potencialidad en el seno de un sistema educativo que corta las alas a quienes se alejan de la normalidad impidiéndoles demostrar su brillantez? ¿Cómo imaginar que ese niño que permanece distraído en clase, o que termina los trabajos a duras penas, o que se dedica a molestar al resto o a desafiar al profesor, desea con todas sus fuerzas aprender, pero necesita hacerlo de otra forma?
Lamentablemente, los niños superdotados, talentosos o precoces que llegan hasta nosotros, los psicólogos, son con frecuencia chavales desmotivado abocados al fracaso escolar o que muestran problemas conductuales o importantes dificultades en el ámbito de la relación social cuyo origen se encuentra, a menudo, en el síndrome de disincronía. A estas alturas, se ha perdido un tiempo valioso: no solo no han desarrollado sus aptitudes, sino que se han instaurado patrones emocionales y conductuales difíciles de corregir. Las recientes experiencias no dejan dudas de los beneficios aportados por medidas como la flexibilización, la aceleración o la adaptación curricular en niños con altas capacidades, siempre que se apliquen debidamente. Y esto exige el correcto diagnóstico de su desarrollo cognitivo y socio-emocional. Cuanto antes llegue ese diagnóstico y, con él, la adopción de las medidas más adecuadas, mejores serán los resultados. Cualquier niño puede requerir apoyo psicológico por múltiples razones, pero sería nuestro deseo que ello no se debiera a algo que podríamos evitar en origen simplemente ofreciéndole un entorno de aprendizaje motivador adaptado a sus especiales características.
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