Probablemente todo comenzó con una promesa de fin de año, una recomendación médica o un reto personal. Y qué agradable imaginarte más delgado o delgada, luciendo ese «tipín» que la falta de tiempo, la vida sedentaria y las comidas rápidas se obstinan en ocultar. De hecho, la motivación es tal que al día siguiente ya te has hecho con un chandal fashion para no desentonar entre los veteranos del gym.
El primer día es apasionante: pura adrenalina. Ni siquiera te importa notar el cuerpo magullado. Es más, lo consideras la prueba de que te has esforzado y eso te hace sentir bien contigo misma. Lo mismo ocurre durante tu segunda y tercera incursión.
Pero los días transcurren y la pasión inicial comienza a apagarse. Los ejercicios son cada vez más monótonos. Esas máquinas –que considerabas lo más en tecnología ergonómica–, parecen ahora potros de tortura. Encima, los resultados no llegan.
Surgen las dudas: «¿Cuánto tengo que sudar para ponerme en forma? La desmoralización hace mella. Comienzas a faltar al gimnasio porque tienes obligaciones inaplazables que antes posponías sin problemas. Al poco tiempo, te encuentras justificando tus ausencias. Para aliviar la sensación de culpa, arrinconas el chándal con un tranquilizador «lo retomo en cuando tenga más tiempo». Te das de baja en el gym felicitándote por no haber comprado el bono anual.
Algunas personas obtienen una vivificante descarga de endorfinas como resultado del ejercicio físico. Un segundo grupo encuentra motivación suficiente para seguir, aunque el ejercicio no le emocione demasiado. Y está ese tercer grupo que, tras el impulso inicial, deja de acudir al gimnasio al cabo de un par de meses.
¿Sería adecuado decir que la persona que disfruta ejercitándose y aprovecha cualquier oportunidad para hacerlo se esfuerza más que tú? Coincidirás conmigo en que, en este ejemplo, al menos, no tiene demasiado sentido establecer competiciones en términos de esfuerzo entre el usuario entusiasta del ejercicio físico y tú.
Porque, como habrás podido intuir, si no te gusta o no se te da bien eso del deporte, el que sigas yendo al gimnasio dependerá, por encima de todo, de tu tesón y capacidad para postergar la recompensa, meta difícilmente alcanzable -sobre todo si se trata de hacer algo que te resulta poco atractivo- si no cuentas con un buen sistema ejecutivo que te permita proyectarte en el tiempo, además de una elevada dosis de autocontrol.
Esto, que es anecdótico en este ejemplo, constituye un auténtico desafío para el niño con TDAH, un trastorno vinculado con la inmadurez de las funciones ejecutivas… esas tan necesarias para la organización, planificación, postergación de la recompensa y el autocontrol. El niño con TDAH se mostrará poco perseverante en la tarea que desempeñe, en particular, si no cuenta con motivación inicial. Y probablemente la abandonará sin llegar a concluirla, con independencia de la dosis de esfuerzo que haya invertido en su realización.