Denominamos bullying o acoso escolar —una de las formas de violencia más comunes en el contexto escolar— al maltrato físico, verbal o psicológico al que es sometido un alumno de forma sistemática y prolongada en el tiempo, por parte de uno o varios compañeros, con el propósito de intimidarlo, aislarlo o ridiculizarlo. Aunque se observa tanto en la educación primaria como en la secundaria, se manifiesta con mayor intensidad en la preadolescencia. Su prevalencia es independiente de que hablemos de escuela pública o privada.
El bullying no es algo nuevo: se ha dado en todas los países y épocas. Sin embargo, debido en parte a la aparición de las nuevas tecnologías y redes sociales y a su uso generalizado entre los chavales, el problema se manifiesta con mayor virulencia, de ahí que muchos especialistas hablen de «epidemia silenciosa». El agresor dispone ahora de nuevas herramientas que le permiten infligir daño con mayor impunidad (a través de amenazas, colgando fotos, creando perfiles, enviando mensajes engañosos, extendiendo rumores falsos, etc.) en tanto que crece el sentimiento de indefensión de la víctima: ya no solo se siente amenazada en la escuela, cuando entra o sale de ésta o de camino a casa: el acoso continúa en el interior de su hogar. Al miedo constante se suma, además, la vergüenza de saber que su situación es conocida por un número mucho mayor de compañeros y espectadores, algunos de los cuales son cómplices de ese acoso o guardan silencio o muestran indiferencia ante su sufrimiento. Transcurrida la fase de latencia (el tiempo que el acosado tarda en aprender su indefensión), el niño asume su papel de víctima. Entra entonces en la fase de estigmatización, en la que el conjunto del grupo lo identifica como «chivo expiatorio» llegando a considerarse el agredido en ocasiones, merecedor de lo que le sucede. En muchos casos, alentados por el instigador o por mera mimetización, chavales que inicialmente eran simples testigos, terminan interviniendo en el acoso.
El bullying salta periódicamente a los medios de comunicación. Se trata de los casos de mayor dureza en los que un niño o niña sufre graves lesiones o se ve abocado al suicidio. Estas noticias disparan las alarmas y dan visibilidad al problema. Sin embargo, el llamado acoso de baja intensidad (el aislamiento, los insultos, las burlas, los motes, las zancadillas, las inocentes «collejas»), repetidos metódica y reiteradamente hasta convertirse en una experiencia cotidiana en la vida del niño o del adolescente, también pueden provocar importantes daños psicológicos y emocionales, minando progresivamente su confianza y generando una inseguridad que, en última instancia, se transformará en sensación de miedo y persecución.
Este fenómeno adopta múltiples formas —acoso verbal, físico, psicológico o social—. Todas ellas comparten características comunes: una clara intencionalidad por parte del agresor, la repetición sistemáticamente del maltrato durante un periodo prolongado y la situación de vulnerabilidad de la víctima, con un evidente desequilibrio de poder entre acosado y acosador. No recaerían dentro del concepto de bullying, por ejemplo, dos alumnos que se pelean en condiciones de igualdad.
El bullying puede afectar a todas las facetas de la vida de la víctima. Social y relacionalmente, el niño acosado puede verse al abocado al aislamiento y a la soledad; en el contexto académico es probable que empeore su rendimiento debido al sentimiento de incapacidad, inseguridad y baja estima y es muy posible que somatice su ansiedad mostrando síntomas físicos, sin causa médica evidente, que son la expresión de un profundo malestar psicológico.
Las consecuencias de la violencia dependen de su frecuencia e intensidad, pero también de la forma en cómo es percibida por la víctima. Hay niños que experimentan indicios de daño psicológico a poco de sufrir acoso y otros no lo hacen hasta transcurridos algunos meses. Con el acoso no vale el «ya pasará», el «son cosas de niños» o el «eso ha sucedido siempre» porque, en ese caso, la intervención llegará probablemente tarde. Cuando el niño sobrepasa la fase de latencia y tanto él como los demás asumen su papel de víctima, el rol se ha consolidado y es muy posible que los daños psicológicos causados por la situación de victimización se arrastren durante el resto de la vida. La educación, la prevención y la intervención temprana, en un esfuerzo coordinado de las familias afectadas, el personal docente, la administración y el conjunto de la sociedad es fundamental para minimizar las consecuencias de un problema cuya magnitud, en muchos casos, desconocen los padres: solo así podremos erradicar esta práctica que tanto daño puede hacer a nuestros hijos.
Signos de alerta
Como ya se indicó anteriormente, cada niño es diferente y no reacciona de la misma forma ante una situación de acoso escolar. Tampoco existe un perfil de niño acosado propiamente dicho. Pueden ser chavales tímidos, introvertidos o solitarios; o quizás el empollón de la clase, o niños torpes en determinadas actividades o deportes, o con gustos poco habituales (tocar un instrumento o cantar en el coro, por ejemplo); o pueden ser niños «diferentes» (por razones étnicas, religiosas o de condición sexual), o que padecen una discapacidad física o psicológica: la lista es larga. En cualquier caso, estos chavales suelen compartir características como la escasez de recursos para enfrentarse a las dificultades, la conducta de evitación ante los problemas y la necesidad de ser aceptados por el grupo. Como padres debemos ser conscientes de que este problema existe y de que podemos hacer mucho por el bienestar de nuestros niños. Y ello comienza por estar atentos a ciertos signos de alerta.
Si nuestro hijo:
- Muestra nerviosismo tristeza, angustia o apatía.
- Siente rechazo hacia el colegio, instituto o actividad extraescolar, y desarrolla conductas evitativas de determinados lugares.
- Experimenta cambios de humor o se siente nervioso, triste o irritable con frecuencia.
- Cada vez se relaciona menos con sus amigos o amigas (se vuelve más introvertido).
- Modifica sus hábitos de comida o de sueño.
- Muestra signos corporales de baja autoestima (mirada hacia el suelo, hombros caídos).
- Se queja con frecuencia de dolencias físicas (dolores de cabeza o abdominales, diarreas, vómitos, insomnio, cefalea), cuando tiene que volver al colegio, a la vuelta de las vacaciones, los domingos, etc.
- Busca disculpas para faltar a clase.
- Muestra falta de concentración y empeora su rendimiento académico.
- Aparece con lesiones físicas como moratones o sufre caídas o golpes con excesiva frecuencia.
- Empieza a perder objetos o se le estropean cosas frecuentemente.
- Muestra sentimiento de culpabilidad y autodesprecio.
- Parece deprimido.
Intervención
Ante cualquiera de los síntomas anteriores debemos indagar de forma adecuada si nos encontramos ante una situación de acoso. Es importante buscar un espacio de intimidad, relajado y de confianza en el que nuestro hijo pueda expresarse libremente. Hemos de saber exponerle nuestra preocupación sin «agobiarle» y desde el respeto.
Si tu hijo te cuenta que está siendo víctima de acoso es muy importante que mantengas la calma. Escúchale con atención y sin interrupciones. Evita juzgar su comportamiento porque, probablemente, esa ha sido la única manera en la que ha podido actuar ante esa situación. Olvídate del «deberías haber hecho esto o aquello». Tu función no es juzgar a tu hijo sino el hacerle saber que puede contar contigo para corregir esa situación. Tu hijo debe sentir que estáis ahí para apoyarle y ayudarle de forma incondicional. Como padres podéis hacer cuanto esté en vuestra mano por reforzar su autoestima, hacer que se valore y respete a sí mismo. Puede ser conveniente coordinar vuestros esfuerzos con los del centro educativo. En ese caso y, dependiendo de la edad del niño, consensuaremos con él si prefiere comunicar la situación a alguien de su confianza dentro del colegio o si quiere que le acompañemos y seamos nosotros quienes expongamos la situación. La calma, la objetividad, la asertividad y la recopilación de toda la información posible serán clave a la hora de comunicar nuestros temores al colegio y respaldarlos con datos útiles y fidedignos.
Si no conseguimos que nuestro hijo nos cuente lo que le está pasando, hemos de dejarle saber que para nosotros es importante hablar sobre el tema y aconsejarle dónde puede buscar ayuda y a quién recurrir (probablemente no sabe cómo actuar). Y, por supuesto, hacerle sentir que cuenta con nuestro apoyo incondicional. Compartir nuestra sospecha con el tutor o tutora o preguntarle a algún amigo puede ayudarnos a recabar más información pero, en cualquier caso, nuestra actuación debe ser siempre discreta y respetuosa con la intimidad de nuestro hijo.
Beatriz Cabrera (Psicóloga)