En mi triple condición de psicóloga infantil, docente y madre, soy consciente de las muchas dudas y temores a los que nos enfrentamos los padres durante la gratificante pero no por ello sencilla tarea de educar a nuestros hijos, una tarea que la agitada vida diaria complica incluso más. Cada niño tiene su propio ritmo de crecimiento, tanto físico como psicológico, y es responsabilidad de los padres adecuar el nivel de exigencia a lo que el niño es capaz de dar, potenciando aquellas habilidades en las que destaca, estimulando aquellas otras en las que presenta deficiencias y halagando sus logros y éxitos.
A medida que nuestros hijos crecen, también lo hacen las exigencias escolares y es entonces cuando se hacen patentes dificultades que hasta entonces no habíamos percibido. Sin embargo, cuando el niño accede a la escuela primaria ya dispone de una importante competencia lingüística cuyos rudimentos se iniciaron en sus primeros contactos con la madre y que ha ido madurado a lo largo de su corta vida. Es muy posible que, en un primer momento, el niño muestre un rendimiento eficaz en acciones que no impliquen escribir o leer pero que vaya retrasándose a medida que el peso del lenguaje vaya ganando relevancia en la vida escolar y en su propia socialización, retraso que será más obvio a medida que el contenido escolar se vuelva más abstracto.
Cuando estos problemas se hacen notorios -bien porque los detectan los propios padres, bien porque lo hace el docente a cargo del menor- ha transcurrido un valioso tiempo que, con un diagnóstico precoz y una intervención temprana y, por lo general, transitoria, habría permitido en muchos casos resolver esa dificultad facilitando el acceso y la adaptación del niño al entorno escolar que, a partir de ahora, será parte fundamental de su vida.
El desarrollo cognitivo de nuestros hijos –desde la primera etapa sensorial-motora en la que recurren a la imitación, hasta las etapas más avanzadas en las que será capaz de resolver problemas con abstractos lógicos- está estrechamente vinculado con el desarrollo del lenguaje y del habla y es fiel reflejo del entorno social en el que el niño se desenvuelve. Es, por tanto, responsabilidad de todos nosotros -padres y madres- dedicar parte de nuestro tiempo –y, en este caso, he de destacar una vez más la importancia de la «calidad» sobre la «cantidad»- a potenciar esas capacidades, sentando las bases de futuros aprendizajes y previniendo y compensando dificultades que puedan afectar a la evolución infantil.
Iciar Casado (Psicóloga)