Entendemos por apego seguro aquella forma de apego a través de la cual comprendemos, satisfacemos las demandas y educamos a nuestros niños desde el respeto y la empatía. A través del apego seguro promovemos en el niño el desarrollo de una personalidad segura e independiente: un niño seguro es un niño predispuesto a explorar el mundo que le rodea sin temor al fracaso porque sabe, por experiencia, que puede contar con sus padres si es necesario.
Cuando hablamos de apego seguro hablamos fundamentalmente de autonomía, una autonomía que comienza a construirse desde el mismo momento del nacimiento. Desarrollar esa autonomía requiere ser sensibles a los cambios que experimenta nuestro hijo: hemos de brindarle espacio y responsabilidades adecuadas a su potencial si no queremos influir negativamente en su desarrollo, bien porque infravaloremos sus capacidades o, por el contrario, le exijamos una metas excesivas, inalcanzables y, por consiguiente, frustrantes. Cuando permitimos a nuestros hijos explorar, experimentar aquello que se les da bien y no tan bien, confundirse y aprender de los errores, estamos ayudándoles a fortalecer su autoestima.
Aunque pueda parecer una nimiedad, este ajuste de expectativas entre niño y adulto es, con frecuencia, causa de problemas. Tenemos, por ejemplo, a los padres que persiguen el «hijo ideal» que, por lo general, dista mucho del niño real. Padres e hijos viven realidades distintas que solo llegan a converger cuando los progenitores son capaces de aceptar a su hijo tal y como es. También tenemos a aquellos padres que confunden el cariño y la compresión con la sobreprotección. El afecto es bueno siempre. Nadie es infeliz por un exceso de afecto. Pero ser afectuoso no tiene por qué estar reñido con respetar y tener en cuenta los tiempos y las capacidades de nuestros hijos. Cada niño es distinto y es muy probable que no comparta las mismas destrezas que otro, aun teniendo ambos la misma edad. El padre afectuoso y cercano, sensible al desarrollo de su hijo, permitirá que el niño explore y experimente en función a sus capacidades y se abstendrá de proyectar sus miedos, anticiparse a satisfacer todas las necesidades del niño o evitarle contratiempos. Un niño sobreprotegido será un niño pasivo, dependiente e incapaz de enfrentarse al mundo y de gestionar sus sentimientos de frustración.
Pero cuando hablamos de autonomía también tenemos que hablar de límites. Y quiero detenerme en este aspecto por la importancia que entraña.
Los límites
Aunque algunos papás no son conscientes de su relevancia, los límites son una pieza clave en el desarrollo de nuestros hijos como personas autónomas.
Lo primero que hemos de tener en cuenta es que no somos los padres los que inventamos o proponemos límites, sino la propia sociedad en la que vivimos. Los límites son normas, a menudo implícitas, que nos ayudan a adaptarnos y a convivir en el mundo que nos rodea. Los padres somos meros transmisores y nuestra función es la de hacer entender a nuestros hijos cuáles son las «normas» fundamentales que han de cumplir en todo momento. Pero tan importante como imponer límites es la selección de los mismos. Un entorno cargado de límites y restricciones es tan nocivo como aquel que carece de ellos por completo. Hemos de priorizar los límites que estén relacionados con nuestra seguridad, la salud y el respeto hacia los demás. Y, como ya señalamos anteriormente, hemos de ser sensibles al desarrollo de las distintas capacidades de nuestros hijos y no exigirles conductas que no están a su alcance o que, por el contrario, ya han superado ampliamente.
Hasta los 3 años los niños no están preparados para interiorizar los límites, de manera que será nuestra labor recordárselos cuantas veces haga falta para favorecer su aprendizaje, sin pretender que los cumplan por sí solos. El niño actuará correctamente de forma espontánea —porque habrá interiorizado esos límites— y no pensando en las consecuencias, positivas o negativas, que acarreará su conducta.
Los padres, como transmisores principales de los límites, debemos ofrecer un modelo claro, en el que no haya contradicciones entre lo que decimos y lo que hacemos. Las contradicciones e incoherencias provocan gran desasosiego en un niño que todavía no ha interiorizado un comportamiento y que, por tanto, carece de juicio y capacidad de decisión. Al hablar de límites hablamos de protección, de seguridad, de empatía, de desarrollo cognitivo, de inteligencia emocional, de habilidades sociales… de todas las piezas fundamentales para el desarrollo de nuestros hijos como personas autónomas.
Iciar Casado (Psicóloga)