En el pasado, el aprendizaje se entendía -desde una perspectiva más conductista-, como el proceso mediante el cual la persona modifica su comportamiento en respuesta a los estímulos del entorno, por lo general, mediante condicionamiento.
Hoy sabemos que el aprendizaje vicario desempeña un papel clave en el desarrollo infantil. Los niños observan las acciones de los otros y tienden a reproducirlas si consideran sus consecuencias ventajosas. No se trata, por tanto, de simple imitación.
Los experimentos diseñados por Albert Bandura -artífice del término- revelan que el aprendizaje vicario es básico en el aprendizaje social. En un conocido experimento, grupos independientes de niños presenciaban el comportamiento de un adulto con un muñeco llamado Bobo. En uno de los grupos, el adulto se mostraba afectuoso con el muñeco; en otro, agresivo; y, en un tercero, neutro. Cuando los niños permanecían solos con Bobo, reproducían los patrones que habían observado. La conclusión es evidente: el aprendizaje, con independencia de que sea adecuado o inadecuado, se rige por las mismas reglas.
A los adultos nos cuesta aceptar que todo lo que hacemos tiene una notable repercusión sobre nuestros hijos. Con frecuencia, ni siquiera somos conscientes del modelo que proyectamos o sólo caemos en ello cuando observamos conductas inapropiadas en los niños.
Algunos padres atribuyen el problema exclusivamente a sus hijos, sin darse cuenta de que estos simplemente reproducen patrones aprendidos. Otros reconocen que el modelo transmitido no es el idóneo pero, ante la dificultad para cambiar su propia conducta, tratan de modificar la del niño con mensajes contradictorios: dicen una cosa y hacen otra.
Cuando los niños perciben contradicciones entre lo que ven y lo que escuchan, tienden a dar mayor peso a lo visual. Esto se debe a que nuestro cerebro está diseñado para procesar con mayor rapidez la información visual.
Por consiguiente, los adultos debemos:
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▶️ aceptar la importancia de mantener la coherencia entre nuestros actos y nuestras palabras. En situaciones complejas, trataremos de ofrecer un modelo enriquecedor. Pensemos, por ejemplo, en el uso del móvil. Nos quejamos de la adicción de los niños a los dispositivos tecnológicos, pero los adultos pecamos de lo mismo. En este contexto, sería útil generar complicidad con nuestros hijos, reconociendo que el móvil también supone un desafío para los mayores. Podemos explicarles que es adictivo y, por ello, no debe ocupar el centro de nuestra vida; así que mamá y papá se comprometerán a establecer límites, como evitar su uso durante las comidas, los juegos en familia u otras actividades compartidas.
▶️ establecer momentos concretos en los que esté permitido el uso del móvil como actividad recreativa.
▶️ Y, sobre todo, evitar depositar en los hijos la responsabilidad de un comportamiento indebido cuando son los padres quienes no ofrecen el modelo adecuado.