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El «tengo que mostrar mi mejor versión»

Las preocupaciones son parte de nuestra vida. Desde que tenemos uso de razón para poder imaginar y planificar diferentes escenarios sin necesidad de vivirlos, somos capaces de anticipar con mayor o menor certeza -basándonos en nuestros conocimientos, experiencia e intuición- lo que puede depararnos el futuro.

Desde el punto de vista de nuestra supervivencia, las ventajas de este ejercicio son evidentes. Pero, como casi todo en la vida, tiene una contrapartida: el riesgo de que una preocupación exagerada nos haga dedicar más tiempo a lo que podría ocurrir que a lo que realmente ocurre. En otras palabras, al proyectarnos constantemente hacia el futuro, olvidamos vivir el presente.

Como seres inherentemente sociales, nos preocupa la opinión que los demás tienen sobre nosotros. Deseamos mantener nuestro estatus dentro del grupo y, como consecuencia, somos reacios a hablar de nuestras preocupaciones, incluso con quienes mantenemos vínculos de afecto o amistad. Lo percibimos como una exposición de nuestras vulnerabilidades: «Si cuento mis problemas, la otra persona pensará que soy un pesado, un débil, un quejicoso o incluso -ese pensamiento tan americano que empieza a calar con fuerza entre nosotros- un perdedor». La realidad es esa: nos cuesta muchísimo pedir ayuda.

La viñeta refleja esa realidad. La respuesta socialmente esperada a la pregunta de «¿Cómo estás?» es «Muy bien», no importa la carga que portemos a nuestras espaldas. Sin embargo, ese ‘muy bien’ de circunstancias no frena las preocupaciones ni impide que la mochila siga creciendo, con un agravante: alcanzado un nivel de ansiedad, la parte cognitiva queda a merced de la emocional. En ese estado, es difícil encontrar soluciones por uno mismo, porque nuestra capacidad de pensamiento pierde fluidez y objetividad. La mochila sigue tensándose, hasta que ocurre lo inevitable: se rasga por una esquina. En ese momento, nos vemos obligados a pedir una ayuda que habríamos tenido que solicitar mucho antes.

Lo curioso es que probablemente los otros estén jugando a ese mismo juego de ocultar sus propias vulnerabilidades. De hecho, el aumento exponencial de visitas a los gabinetes psicológicos algo tiene que ver con esto.

No estaría de más reconsiderar este comportamiento, que tanto tiene de ancestral, y comenzar a ver la capacidad de exponer nuestras vulnerabilidades y, sobre todo, nuestra lucha por resolverlas, como señal de fortaleza. Cuando tratamos de resolver un problema con el respaldo del otro se suele producir además una dinámica interesante. Al recibir ayuda, respiras y te oxigenas en un momento en que tu sistema cognitivo funciona al ralentí. Pero también ofreces al otro un regalo valioso. Como seres empáticos que somos, el hecho de que alguien confíe en nosotros para que le brindemos apoyo nos aporta una inyección de energía positiva, mejora nuestra autoestima y nos hace sentirnos mucho mejor con nosotros mismos.

 

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