Que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra es una certeza respaldada por la evidencia empírica. Que algunos niños tropiezan 2, 3, 4, 5 y hasta 10 veces con la misma piedra, también lo es.
La vida constituye un escenario complejo en el que todos, niños y adultos, debemos resolver continuamente problemas de mayor o menor dificultad. Esa flexibilidad para analizar y resolver situaciones en constante cambio es lo que nos ayuda a crecer de manera autónoma y segura. Para que esto sea posible, el niño aprende estrategias a través de la imitación del modelo ofrecido por los adultos de referencia en las distintas situaciones.
Sin embargo, este proceso natural de aprendizaje implícito no siempre se produce como nos gustaría o cabría esperar. Una de las complicaciones radica en el ritmo frenético en el que estamos inmersos desde que nacemos, con una sobredosis de estímulos que dificulta el proceso de aprendizaje. Niños y adultos nos vemos obligados a responder de forma automática a las situaciones a las que nos enfrentamos sin oportunidad, en muchas ocasiones, de analizar o reflexionar sobre las mismas.
Parecidos, pero no iguales
Aunque nuestro complejo sistema cognitivo busca siempre la economía de funcionamiento «automatizando» los comportamientos reiterativos para destinar mayores recursos a nuevos aprendizajes, la ausencia de un análisis previo nos induce en ocasiones a apreciar como «iguales» situaciones que no lo son o a malinterpretar la información a la que estamos expuestos. Como consecuencia, erramos una y otra vez, con la consiguiente frustración. La persona se enfrenta entonces con poca seguridad a situaciones posteriores que considera parecidas o a las que asocia un fracaso continuado. Dado que no existen dos personas iguales, la magnitud y las repercusiones de este fenómeno dependerá de aspectos tales como el tipo de personalidad o las habilidades cognitivas de cada uno.
No tengo duda de que el lector se sentirá identificado en mayor o menor medida con lo anterior. Y también estoy convencida de que habrá tenido numerosas ocasiones de comprobar que una buena táctica ante estos «bloqueos» es tomarse el tiempo que necesita para analizar la situación, reflexionar sobre qué estrategias ha aplicado y si han funcionado o no y, por último, elaborar un nuevo repertorio de posibles alternativas para elegir entre ellas las más adecuadas. En pocas palabras: parar y pensar.
Parar no siempre es sencillo
Por muy sencillo que pueda parecer, no siempre es fácil PARAR. Y menos aún para un niño con hiperactividad. Un requisito fundamental para poder parar es contar con un buen sistema de control inhibitorio, es decir, un sistema neurológico que permita al niño dejar lo que está haciendo en ese momento y que, con toda probabilidad, le resulta de lo más estimulante. Pero la cosa se complica aún más: no solo tiene que «parar su cuerpo» (inhibir la respuesta motora), sino también «parar su pensamiento» (inhibir la respuesta cognitiva) para que todos los recursos atencionales estén listos para analizar y elaborar un buen plan de acción.
Cualquier patio escolar nos ofrece un buen ejemplo de las dificultades a las que se enfrentan los niños de infantil y primeros años de primaria: tienen que resolver situaciones cotidianas como la de elegir un juego, compartir un juguete con otro niño o permitir la entrada de un compañero en el grupo. El adulto modela activamente el comportamiento del niño favoreciendo el aprendizaje in situ para que pueda enfrentarse en el futuro a situaciones similares con plena autonomía.
La mayoría de los niños asimilan estos aprendizajes con relativa facilidad, sobre todo, si el adulto les ofrece un modelo sistemático. Pero los niños hiperactivos parecen no integrar esos aprendizajes, lo que les lleva a caer una otra vez en el mismo error. Como consecuencia, son castigados o privados de estímulos positivos por el adulto a cuyo cargo se encuentran, lo que retroalimenta el sentimiento de frustración y fracaso del niño.
Reducir el nivel de activación mejor que castigar
El niño hiperactivo no necesita castigos, sino adultos que sepan entender sus dificultades y actuar en consecuencia. El niño que no es capaz de parar por sí mismo (cuerpo y mente), no mostrará una buena predisposición para aprender. Y es aquí donde debemos hacer especial hincapié.
Un eficaz mecanismo para conseguirlo es establecer un pacto entre el niño y el adulto de referencia en virtud del cual este último se encarga de identificar la elevación del nivel de activación del niño para, a través de una señal acordada entre ambos, recordarle que debe calmarse.
Estas señales pueden adoptar múltiples formas: una palabra mágica, una caricia en el hombro o, como hace la bisabuela de Nico, el protagonista de nuestra historia, una banderita.
No todos los niños se calman de la misma forma: algunos peques buscarán el abrazo de sus padres, otros preferirán una canción o un masaje, otros manipular un objeto… Cada niño tiene sus preferencias y encontrará la fórmula que mejor se adapte a sus características.
Una vez alcanzado el estado de ánimo idóneo, será el momento oportuno para ayudar al niño a reflexionar sobre lo que ocurre a su alrededor para que pueda actuar de la forma más conveniente.
Este acompañamiento –muy importante al principio– irá generando experiencias de éxito, el mecanismo más eficaz para que el niño interiorice el esquema que le permitirá sortear cualquier piedra que se cruce en su camino:
Iciar Casado (Psicóloga)
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