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Hablemos de miradas

La mirada del otro nos importa. Y mucho. Después de todo, constituye la base de nuestro autoconcepto.

No nacemos con la autoestima puesta. La construimos paso a paso. Inicialmente, a través de la mirada de nuestras figuras de referencia -por lo general, mamá y papá- con quienes, durante la niñez, forjamos un estrecho vínculo de afecto y confianza.

Por eso, cuando los padres mantienen, respecto a sus hijos, una mirada libre de expectativas desmesuradas, exigencias inalcanzables, juicios constantes, o temores y miedos desproporcionados, contribuyen a crear un entorno propicio para el desarrollo de una buena autoestima. Esos sólidos cimientos actuarán como firme anclaje durante la etapa adulta.

Pero la autoestima que configuramos en la infancia no es impermeable a la mirada externa durante la adultez.

Ser conscientes de la mirada del otro tiene una función reguladora, estrechamente relacionada con nuestra capacidad para mentalizar, es decir, para atribuir a nuestros interlocutores pensamientos, deseos, creencias y emociones que no tienen por qué coincidir con los nuestros. La capacidad de ponernos en la piel del otro y poder interpretar y anticipar su comportamiento es imprescindible en la interacción social y la construcción de vínculos saludables.

La mirada del otro también sirve, además, como estímulo para reafirmar nuestro autoconcepto, a través de la comprensión de las diferencias individuales. Ser conscientes de esa mirada nos motiva a dar y mostrar lo mejor de nosotros mismos en el seno del grupo, algo esencial en una especie social como la nuestra.

Sin embargo, quien más y quién menos se ha enfrentado en algún momento a situaciones de vulnerabilidad ante la mirada ajena. Cuando esto sucede, surge el malestar y florecen las inseguridades. Pero el quid de la cuestión no radica en la mirada del otro, sino en la percepción que uno tiene de sí mismo.

Un mecanismo de defensa habitual, antes de aceptar la existencia de un problema cuya resolución depende de nosotros, es desviar la atención hacia el exterior… lo más parecido a tirar balones fuera.

Son muchas las razones que pueden motivar esos miedos: un acontecimiento traumático o una deficiente construcción de la autoestima en la infancia, por ejemplo. Sea cual sea la causa profunda, las situaciones de interacción con otros tienden a disparar nuestras inseguridades.

Así que conviene tenerlo en cuenta: la mirada del otro nos ayuda a identificar posibles vulnerabilidades. Y, cuando esto ocurre, la solución pasa por analizar lo que esa mirada externa provoca en nuestra mirada interior.

 

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