Como ya hemos visto en anteriores entradas sobre este tema, el tipo de juego que practica el niño está estrechamente vinculado con su desarrollo cognitivo. Hasta los dos años aproximadamente, los niños juegan solos. Sigue después la etapa del juego paralelo, en el que se sienten a gusto en la proximidad de otros niños, aunque no interactúan con ellos. Y aparece, por último, el juego grupal, con reglas más o menos explícitas, a través del cual nuestros peques desarrollan sus habilidades sociales y todos los componentes de la inteligencia emocional.
Sea individual o grupal, son muchas las ventajas del juego libre. El niño o la niña que juega de forma espontánea se siente altamente motivado, porque ese juego responde a sus propios intereses. Es muy probable, por consiguiente, que refleje a través del juego conflictos, dificultades y deseos, y que utilice esa actividad para resolverlos buscando otras alternativas. A través del juego conocemos aspectos relevantes de nuestros hijos tales como su estilo de interacción social o su desarrollo motor, cognitivo o emocional. Cuando nuestros hijos juegan se muestran tal como son, sin ningún tipo de sesgo. El juego nos proporciona una radiografía de su interior y, por consiguiente, nos permite identificar posibles déficits. A través del juego libre, el niño recrea situaciones que considera «preferentes», lo que facilita su desarrollo autónomo. Si, además, el juego es grupal, se favorecerá el aprendizaje a través de lo que llamamos la estimulación de la zona de desarrollo próximo. Dicho de otro modo: cuando niños con un desarrollo madurativo e intereses similares juegan entre ellos, el nivel de dificultad que se exigen unos a otros es exactamente el que necesitan para dar los pequeños pasos que constituyen la base del aprendizaje.
Visto lo anterior, cabe preguntarse: ¿ofrece ventajas el juego dirigido?
Encuadrado en el ámbito terapéutico o educativo, el juego dirigido ofrece innegables beneficios. Cuando el adulto -que es quien lo dirige- marca la pauta, busca cumplir unos objetivos concretos, por lo que los profesionales lo consideramos una herramienta motivadora de aprendizaje con la que podemos trabajar aspectos tales como la atención, el lenguaje, las habilidades sociales o cualquier función en la que el niño presente una dificultad.
En el ámbito familiar, sin embargo, consideramos fundamental el juego libre porque, a diferencia del dirigido, no busca estimular aspectos concretos del desarrollo, sino algo mucho más básico: el afecto y el bienestar emocional.
¿Qué ocurre si se abusa del juego dirigido en el seno de la familia?
- Podemos generar una relación de dependencia entre el niño y el adulto. El juego no nace de los intereses o necesidades que el niño tiene en ese momento, sino de lo que el adulto considera conveniente. No es resultado de una motivación interna sino externa (papá o mamá). El adulto actúa como agente regulador y coloca al niño o la niña en una posición secundaria mucho más receptiva que expresiva.
- El juego dirigido, al estar mediado por el adulto, tampoco nos ofrecerá esa «radiografía» del desarrollo del niño. Perdemos, por consiguiente, la oportunidad de identificar áreas deficitarias, en caso de existir.
- Obstaculiza el desarrollo global de nuestro hijo. El adulto dirige y monitoriza el juego. La cantidad y calidad de estímulos que recibe el niño es muy distinta de la que recibiría si él fuese el artífice del juego.
- Dificultamos el aprendizaje, el entrenamiento, la capacidad de resolución de conflictos, así como la sensación de control derivados de la experiencia directa del juego.
- Impedimos o dificultamos la relación con iguales necesaria para el aprendizaje por cercanía (desarrollo próximo).
¿Qué buscan los niños cuando papá o mamá juegan con ellos?
- Tiempo de calidad dedicado exclusivamente al juego compartido.
- Un espacio en el que poder expresar toda la creatividad que surge durante el juego (¡ya le recordaremos que tiene que recoger todo una vez que termine de jugar!).
- Compañeros. El juego paralelo está muy bien en los primeros años de vida, pero no conviene abusar de este tipo de juego porque se pierde toda la riqueza y el aprendizaje integral que aporta el grupo. El niño necesita compartir el juego ya sea con sus iguales o sus padres.
¿Cómo debe ser el juego entre padres e hijos?
Debemos tener muy claro que jugar por jugar es el único objetivo de esta actividad compartida. Los padres tendemos a dirigir el juego de nuestros hijos y a utilizarlo como herramienta para enseñar, estimular y aprender. Pero nuestros hijos solo quieren jugar; nada más. Esa es la única finalidad del juego entre padres e hijos: consolidar el vínculo afectivo entre ellos y nosotros. Para que esto sea posible debemos:
- Abandonar el juego dirigido.
- Aceptar el juego de nuestros hijos y respetar sus intereses.
- Conectar con esos intereses. Si mi hijo me plantea un juego determinado es porque se ajusta a sus necesidades en ese momento. Si frenamos ese impulso y lo dirigimos en función de nuestros intereses estamos invalidando los múltiples beneficios del juego, entre otros, el de mecanismo de resolución de conflictos.
- Validar el juego de nuestros hijos, porque para ellos jugar es algo muy serio.
Cuando hemos comprendido todo lo anterior y nos hemos situado al nivel de nuestros hijos (sentándonos en el suelo y compartiendo sus intereses), es el momento de colaborar con ellos en ese despliegue de fantasía y creatividad y compartir ese tiempo y espacio tan estimulantes. Y quiero subrayar aquí la palabra «colaborar», no dirigir.
Icíar Casado (Psicóloga)
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