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La autonomía se aprende haciendo

Padres y madres solemos repetir lo mucho que nos gustaría que nuestros hijos fuesen más autónomos.

Más allá de factores externos, como el estrés parental vinculado al rápido estilo de vida actual, hay otra derivada que se suele pasar por alto: los adultos tienden a modificar su comportamiento respecto a sus hijos a partir del segundo o tercer año de vida del menor.

Durante los primeros años, los padres se adaptan por completo a las necesidades del niño, en un equilibrio perfectamente armónico. Pensemos, por ejemplo, en el desarrollo motor infantil: ya se trate de sujetar la cabeza, sentarse o dar los primeros pasos, papá y mamá estarán pendientes del proceso madurativo de su hijo o hija a fin de aportarle las ayudas necesarias y retirarlas cuando lo consideren pertinente a la vista de su evolución. No exigirán del niño algo que este no esté en condiciones de hacer ni volverán a ofrecerle ayudas cuando deje de necesitarlas.

A partir de los dos o tres años, el cambio se hace evidente. El niño ha adquirido el lenguaje y esto, probablemente, lleva al adulto a introducir ciertos sesgos en la relación paterno-filial. Así, nos encontramos con adultos que exigen demasiado del niño, pese a su insuficiente desarrollo madurativo, lo que genera frustración o, por el contrario, no le exigen nada, con la consiguiente falta de motivación.

A menudo es el propio niño quien, debido al limitado desarrollo de sus funciones ejecutivas -como la capacidad de anticipar consecuencias o valorar el coste-beneficio de sus acciones, características propias del pensamiento adulto- toma iniciativas que, de contar con una mayor capacidad inhibitoria, probablemente evitaría. Este comportamiento está íntimamente vinculado con el funcionamiento del cerebro infantil que crece y aprende por experiencia directa.

Pero veamos la viñeta de hoy. El niño tiene la iniciativa de servirse un vaso de agua. Derrama el líquido y el adulto, molesto, responde con el habitual «ya lo hago yo». Detengámonos un momento en estos comportamientos tan habituales en la vida cotidiana para evaluar sus consecuencias.

Al reaccionar así:

🅰️ cortocircuitamos de raíz la iniciativa innata del niño (hacer para aprender),y

🅱️ con el acostumbrado «no te preocupes, ya lo hago yo», le negamos la oportunidad de aprender de la experiencia.

Por consiguiente, antes de reaccionar de esa manera, sería recomendable reflexionar sobre la intención del niño al actuar como lo hace (que, por lo general, no es fastidiar). Y, una vez entendido el motivo, ofrecerle las herramientas necesarias para transformar lo ocurrido en un aprendizaje.

En el caso de la viñeta, habría bastado con que el padre aprovechara la ocasión para enseñarle a su hijo a servirse correctamente un vaso de agua, explicándole cómo sujetar la botella y cómo inclinarla. Si, además, le hubiese pedido que le sirviera otro vaso de agua a él, el aprendizaje sería incluso más eficaz.

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