… o Virgencita que no me toque
Recuerdo que siendo niña, había una familia que nos llamaba particularmente la atención entre las que venían a recoger a sus hijos al colegio, porque encarnaba, a nuestro juicio infantil, el epítome de familia de Hollywood: guapos, simpáticos, cordiales y siempre amorosos.
Quizás por eso, cayó como un bombazo la noticia de que el hogar idílico se había transformado en una batalla campal. Los padres se habían separado de malos modos y los hijos dejaban el colegio, para pesar de muchos de nosotros. La causa, según se cuchicheaba por los pasillos, había sido un premio de lotería bastante abultado. Es difícil creer que la bonificación económica fuese la razón profunda de la separación, pero desencadenó los acontecimientos necesarios para revelar desajustes familiares soterrados.
A lo largo de mi vida, he conocido otros casos de personas que han desbaratado su existencia por no saber gestionar el éxito, ya sea personal o material.
Lo anterior viene a colación de un artículo de Alex Vicente titulado «Cuando el Nobel de Literatura es una maldición». Recuerda Vicente a algunos galardonados a los que el premio cambiaría la vida para mal, como ellos mismos reconocieron posteriormente. Así, tenemos el caso terrible del escritor sueco Harry Martinson, convencido de que el galardón le había arruinado como escritor y persona (terminaría quitándose la vida mediante el harakiri); o el de mis preciados Camilo José Cela y Nadine Gordimer, incapaces de escribir nada reseñable tras recibirlo. O el de Orhan Pamuk, cuya capacidad creativa voló por ensalmo y optó por convertirse en conferenciante de lujo. O el de Annie Arnaux que se quejaba de haberse convertido en un icono popular obligado a desenvolverse en un mundo pomposo y vacuo. O el de la poeta polaca Wislawa Szymborska, que renegaba de su nueva existencia como «persona institucionalizada», carente de vida privada. El listado continúa y, si alguien siente curiosidad, ahí tiene el estupendo artículo de Alex Vicente.
La pérdida de privacidad que conlleva la exposición pública, la presión social, la crítica constante con el inevitable miedo al fracaso, la dependencia de la opinión general, el síndrome del impostor, las repercusiones sobre las relaciones personales y familiares, la soledad en un mundo percibido como vacuo y lisonjero… es obvio que la fama nos afecta a cada uno de nosotros en función de nuestro carácter, experiencias y circunstancias. Pero sobrellevarla y mantener los pies sobre el suelo es una dura prueba para muchos.
Lo curioso del asunto es que -pese a haber anticipado y temido lo que se les venía encima- tan solo un escritor rechazó el Nobel, porque no estaba dispuesto a correr el riesgo de que «afectase a sus escritos»: Juan-Paul Sartre.
Y es que a nadie le amarga un dulce… aunque un sexto sentido te susurre al oído que está envenenado.