Sabemos por experiencia que la mayoría de las veces, cuando nuestros hijos se ponen enfermos, sobre todo si se trata de infecciones víricas, no nos queda más remedio que esperar a que la enfermedad siga su curso hasta la total recuperación del niño y que hemos de conformarnos con administrar antipiréticos u otros fármacos que suavicen los síntomas más molestos a la espera de que se complete el proceso.
Pero lo que es aplicable a las afecciones no tiene por qué serlo a las dificultades del lenguaje o del habla. El desarrollo del lenguaje, comprensivo y expresivo, sigue en todas las culturas un patrón de desarrollo parecido. El sistema nervioso madura progresivamente y el niño va adquiriendo habilidades que, por regla general, se corresponden con determinadas edades cronológicas. Así, por ejemplo, cabe esperar que un niño de 24 meses maneje un vocabulario de unas 50 palabras, comience a unirlas formando sus primeras «frases» y sea capaz de comprender órdenes sencillas.
Además de los factores genéticos, en el desarrollo del lenguaje también intervienen factores ambientales que pueden repercutir en el ritmo de aprendizaje: un entorno altamente estimulante hará probablemente que el niño hable con mayor soltura que si tiene pocas oportunidades comunicativas. Cierto desfase cronológico del niño con respecto a sus iguales no tiene por qué indicar necesariamente la existencia de un problema.
Sin embargo, no debemos obviar esas dificultades si persisten en el tiempo, dando por hecho que desaparecerán por sí solas. Un problema de discriminación auditiva, por ejemplo, impedirá que el niño discrimine correctamente los sonidos y hará que los confunda, sobre todo si se trata de fonemas parecidos. Las dificultades orgánicas o funcionales para utilizar debidamente los órganos bucofonatorios repercutirá en la articulación de las palabras y, por consiguiente, en el habla. De no ser corregidas tempranamente, cualquiera de estas dificultades se trasladará a la lectura y escritura cuando el niño acceda la escuela, afectando a su rendimiento escolar y, en última instancia, a su bienestar socio-emocional.
Si observas en tu hijo signos de retraimiento, frustración o angustia o evitación de situaciones en las que necesita comunicarse, nuestra recomendación es que solicites la opinión de un especialista. Este valorará si necesita algún tipo de apoyo y responderá a las dudas que puedas plantearle.