Hay un par de argumentos recurrentes ante un paciente que no muestra la evolución esperable, en particular, si se trata de un paciente infantil: «El niño no quiere trabajar» o «Los padres no colaboran». Y esta es una posibilidad real. Pero incluso en ese caso, no supone más que un reto para el profesional: cómo hacer que el niño quiera trabajar y los padres se sientan partícipes.
Algunos profesionales tienen dificultades para concebir al paciente y su familia como individuos con intereses, necesidades, dificultades y contextos propios. Aplican entonces soluciones genéricas que no cuajan por muy probadas que estén, simplemente porque ni el niño ni los padres se sienten identificados con esas propuestas.
La etiqueta diagnóstica tiene parte de culpa en esto. Es necesaria porque ayuda al profesional a entender los síntomas nucleares que probablemente presentará esa persona y aporta al paciente cierta sensación de control. Dicho esto, la etiqueta no puede llevar la batuta del proceso terapéutico, entre otras cosas, porque la persona se desarrolla en un contexto y tiene sus propias motivaciones, intereses, temores, además de sus puntos fuertes y débiles.
Así que una vez comprendido el marco contextual, pasaremos a las dificultades específicas. Pero incluso en ese caso, es indispensable evaluar la repercusión de esos déficits en cada caso concreto. Un síntoma tan característico del TDAH, como la inatención, puede adoptar manifestaciones muy diferentes dependiendo de las particularidades del niño. No tiene sentido trabajar la inatención sin entender cómo afecta a la vida cotidiana del menor a la vista, por ejemplo, de sus respectivas rutinas en casa y en la escuela.
La aplicación de recetas también puede indicar cierta falta de seguridad por parte del profesional quien, en estos casos, opta por ir «sobre seguro» aplicando el manual. Observar, escuchar e indagar en todos los contextos vitales del paciente plantea inevitablemente escenarios complejos y heterogéneos y, con ello, un aumento de la incertidumbre inicial a la hora de concebir el proceso terapéutico.
Por último, hay una idea generalizada en el mundo adulto de que los niños son menos exigentes o críticos y que, de alguna forma, deben adaptarse y se adaptan a las circunstancias sin cuestionamiento alguno, algo así como el «cualquier cosa vale». Los resultados contradicen esta percepción adulta: los niños se implican mucho más cuando están con alguien que no solo entiende las dificultades recogidas en el diagnóstico, sino aquellas otras cosas que este no suele recoger, entre ellas, lo que se les da bien y lo que les motiva.
Tengámoslo claro: el trabajo con niños siempre implica a los padres. Esto abre un abanico enorme de escenarios, para los que no hay receta única. El profesional debe ser muy sincero consigo mismo cuando algo no funciona, porque es posible que el paciente al que cree estar tratando diste mucho del paciente real.