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Paciente infantojuvenil y trabas burocráticas

La intervención del paciente infantojuvenil no es sencilla. A los constantes cambios propios del neurodesarrollo se suma la necesidad de explorar los diversos contextos en los que este se desenvuelve -familiar, escolar y apoyo especializado, si es asistido por otros especialistas- para obtener una imagen integral y precisa de su desarrollo.

Los profesiones sabemos que el abordaje infantil requiere un enfoque integrador, tanto durante la exploración como la intervención. El comportamiento infantil es altamente contextual y está muy condicionado por el entorno en el que se produce. Si los cambios generados en el contexto clínico no se trasladan al resto de los ámbitos en los que el niño interactúa, no se producirá su generalización efectiva y es poco probable que resulten funcionales.

Pese a la aparente obviedad de esta premisa, la coordinación entre colegio, padres y otros profesionales se convierte, en ocasiones, en un escollo difícil de salvar. A veces por falta de tiempo; otras por desinterés; y con demasiada frecuencia -lo que resulta aún más frustrante- por cuestiones puramente normativas.

Así, nos encontramos con centros escolares cuyos reglamentos internos impiden a los docentes mantener contacto con profesionales externos. La situación tiene algo de kafkiano: los padres actúan como intermediarios, transmitiendo a los profesores lo que psicólogos, logopedas u otros terapeutas «les han contado» y los docentes comunican sus impresiones a los padres, quienes a su vez las transmiten a los profesionales pertinentes. Se trata de un sistema ineficiente, con riesgo de malentendidos y ausencia de intervenciones coordinadas.

En ocasiones, el colegio argumenta que ya dispone de departamento de orientación encargado del caso. Pero el hecho es que el alumno también trabaja con un psicólogo externo. La falta de coordinación entre las partes, que desconocen mutuamente las estrategias y objetivos que cada una de ellas aplica, acaba perjudicando al principal interesado: el menor.

El resultado es predecible. La intervención infantil, que debiera ser un proceso holístico que integre todos los contextos y áreas de desarrollo del niño, se fragmenta entre los distintos profesionales implicados. Y, como consecuencia, no se producen cambios significativos. Y se instaura la frustración. En muchos casos, el niño, tras esforzarse por aplicar en la escuela los aprendizajes adquiridos en el gabinete – a veces, con gran dificultad- abandona sus intentos., al no recibir el refuerzo adecuado.

La intervención infantil no puede convertirse en una lucha de egos entre profesionales. Todos deseamos actuar en el mejor interés del niño. Todos compartimos el mismo objetivo: actuar en el mejor interés del niño. Y esto solo será posible si los adultos que formamos parte de su entorno adoptamos un enfoque coordinado y compartido.

Cuestión aparte es la normativa relativa al alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo. Pero esto ya será materia de otro post.

 

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