Cualquier padre o madre deseoso de informarse sobre los riesgos de las redes se enfrenta a un problema obvio: la falta de datos fidedignos. Escuchamos innumerables noticias sobre sus perniciosos efectos, pero a poco de empezar a leer una publicación, se observa que está plagada de datos insuficientes o poco contrastados. Así las cosas, es imposible no tener la sensación de estar manipulando una bomba de relojería, sin la menor idea de cómo detener la cuenta atrás y de cuál será la magnitud de los daños, si llegara a explosionar.
Toda una generación de padres analógicos ha tenido que familiarizarse sobre la marcha con el entorno digital y tiene dificultades para bandearse en un terreno en el que sus hijos se mueven como pez en el agua. El mundo virtual y, en particular, las redes sociales, resultan tan abrumadores para quienes no conocen los códigos utilizados que provocan sensación de desconcierto y pérdida de control.
Este es una de las causas de la desvinculación: cuando alguien se enfrenta al aprendizaje de una herramienta que considera excesivamente complicada, tiende a evitarla por miedo a no saber gestionarla («esto no va conmigo»). La cuestión es que la cosa sí va con nosotros, ya que nuestros hijos han nacido en un entorno digital y conviven en estrecho contacto con este.
La consecuencia de lo anterior es previsible: quienes tendrían que ser un modelo para sus hijos carecen de formación para ofrecerles indicaciones claras sobre el uso de las modernas tecnologías, sus implicaciones, sus ventajas y, desde luego, sus innegables amenazas.
Como resultado, los propios padres no solo no proporcionan información adecuada, sino que incurren ellos mismos en comportamientos de riesgo o terminan delegando en sus hijos, consciente o inconscientemente, la tareas de control del material que exponen en redes. Nos encontramos con el hecho paradójico de adultos que publican fotografías de menores que probablemente estos últimos nunca habrían publicado.
Las redes sociales son fuente inagotable de estímulos. Nos permiten ocupar tiempos de espera y los momentos de aburrimiento: basta con hacer scrolling. Nos mantienen informados e hipercomunicados en un entorno en el que prima la cantidad sobre la calidad y el contenido llamativo sobre el contenido documentado. Tienen la capacidad, además, de potenciar (y aprovechar) hasta niveles insospechados sentimientos tan humanos como la necesidad de gustar y ser aceptados.
No es necesario recurrir a la imagen de los adolescentes que se pasan horas posando. También los adultos caemos en la dinámica de exponer una parte sesgada de nuestras vidas; de crearnos una identidad distinta de nuestra «realidad analógica». Desde el momento en el que grabamos y publicamos en redes la obra teatral protagonizada por nuestra hija o hijo -haciéndola de dominio público- entramos en esa dinámica.
Hay un hecho constatable: el aumento del número de niños y adolescentes que llegan a nuestra consulta. La exposición repetida a una realidad que tiene muy poco de real, construida sobre situaciones positivas y de éxito exclusivamente, genera problemas en una identidad en construcción que no puede reconocerse en esas imágenes.
Crece la conciencia de este riesgo y se respira un sentimiento generalizado de «llegar tarde»; una desagradable sensación de que por mucho que corras, la tecnología siempre llevará la delantera en esta carrera de obstáculos.
Por eso es tan importante la formación de padres y madres sobre el funcionamiento de las redes sociales y sus posibles repercusiones. En este terreno, nuestros hijos, con independencia de su edad, tienen mucho que enseñarnos. Después de todo, la tecnología forma parte orgánica de sus vidas. Escuchémosles con atención. Por un lado, saben bastante más que nosotros del mundo digital. Por otro, podremos conocer de primera mano a lo que se exponen. Con ese conocimiento y nuestro bagaje como adultos que han vivido y crecido fuera de la exposición a las redes sociales y en estrecho contacto con los otros, podremos enseñarles a aprovechar lo mejor de ambos mundos.
Y, en esta aprendizaje compartido, la relación de afecto y confianza que construyamos con nuestros hijos será el mejor protector frente al mal uso de las redes sociales.