Estos días he tenido ocasión de escuchar a personas con discapacidad intelectual compartir sus vivencias y explicar cómo algunas acciones bienintencionadas de los otros puede provocar -por desconocimiento- resultados muy distintos a los esperados e incluso contraproducentes. Esto es lo que trata de reflejar la viñeta de hoy.
En general, solemos tener una comprensión limitada de lo que implica la discapacidad intelectual. Al decir esto, no hago distinción entre profesionales y no profesionales, porque también los profesionales caemos algunas veces en el mismo error: cuantificar -tal vez, influidos por el concepto de CI y su traducción del rendimiento intelectual a cifras-, el procesamiento cognitivo de una persona con discapacidad intelectual en términos de «más o menos», algo así como si fuese una versión «ralentizada» del funcionamiento normotípico. La realidad es que hablamos de un modelo de cognición diferente.
Ante la discapacidad intelectual, la mayoría tendemos a simplificar el lenguaje. Utilizamos frases cortas y estructuras sencillas, hablamos más despacio y adaptamos el vocabulario. Esto puede ser de ayuda, obviamente, porque es muy probable que el lenguaje esté afectado. Pero el lenguaje no es más que una de las muchas facetas que puedan estar comprometidas.
Es posible que también haya dificultades para:
▶️ Comprender el lenguaje no verbal.
▶️ Integrar la comunicación verbal y no verbal.
▶️ Inferir información implícita.
▶️ Aprender de experiencias pasadas o anticipar consecuencias.
▶️ Reconocer o procesar información sensorial (externa o interna) e interpretar las propias sensaciones.
▶️ Identificar y regular su propio estado de ánimo.
▶️ Etc.
La discapacidad es resultado de la suma de múltiples afectaciones en las funciones cognitivas. Como consecuencia, la persona responde en ocasiones de forma que puede resultar llamativa y que los demás no comprenden. La etiqueta no se hace esperar: problemas de conducta.
Cuando asumimos como «problema de conducta» una reacción que no entendemos o no prevemos, nuestras intervenciones no harán más que generar una terrible frustración en la persona afectada y, además, nos alejarán de ella.
Antes de llegar a esa conclusión, que debe ser siempre la última, hay mucho que analizar. Empezaremos por comprobar los necesidades fisiológicas básicas que la persona no puede interpretar y menos aún compartir (¿tiene molestias físicas, hambre, dolor, calor o frío, sueño…?). Descartadas esas causas, iremos ascendiendo en complejidad (¿estoy invadiendo su espacio personal, siente temor ante una situación determinada…)?
Detrás de los comportamientos explosivos, casi siempre subyace el profundo sentimiento de frustración que acompaña persistentemente a la persona con discapacidad intelectual. No es un problema de conducta, sino un intenso malestar ante la imposibilidad de identificar, procesar y expresar lo que le sucede.