Una de las últimas novelas de Almudena Grandes, basada en hechos reales novelados -«La madre de Frankenstein»- gira en torno a la historia de Aurora Rodríguez Carballeira (1879-1955), una mujer autodidacta tremendamente inteligente, con profundos conocimientos en ámbitos tan diversos como la política, la filosofía, la ciencia o la educación en general. Sus ideas progresistas nada tenían que ver con las de la época y quizás, influida por la cerrazón circundante, concibió lo que fue su proyecto de vida: educar a su hija con el propósito pigmaliónico de hacer de ella la «perfecta mujer del futuro», aquella que abanderaría la entrada en el mundo moderno de un pueblo abocado, de otra forma, al oscurantismo.
Hildegart, que así se llamó la niña, fue una joven prodigio: jovencísima abogada, escritora precoz, brillante oradora, activa militante política y ojito derecho de su madre, que veía como el plan de vida minuciosamente trazado para su hija se desarrollaba sin fisuras y según lo previsto… hasta que Hildegart comenzó a independizarse, a tomar decisiones por sí misma (que no se correspondían con las de su madre, obviamente) y cometió la osadía de enamorarse.
El final fue terrible e incluso más dramático de lo que habría sido previsible a la vista de cómo evolucionaban las relaciones materno-filiales: Aurora Rodríguez, sintiéndose traicionada por aquella a la que se había dedicado en cuerpo y alma, asesinó a su hija mientras dormía.
Pasó el resto de su vida internada en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos, en Madrid, donde -basándonos en lo que cuenta la escritora Almudena Grandes- se dedicó a confeccionar muñecas de tela a través de las cuales recreaba y seguía moldeando a su pequeña.
Las historias y contextos pueden diferir. El de Hildegart es, sin duda, un ejemplo extremo. Pero ante unas expectativas y proyecciones parentales irrealistas, rígidas o simplemente desconectadas de los deseos de los hijos siempre hay algo que se repite: el final nunca es feliz.