Hablábamos recientemente de la inevitabilidad de que papás y mamás asistamos, en mayor o menor medida, a las rabietas de nuestros hijos, en particular si tienen menos de dos años. Se trata de un comportamiento natural a través del cual el niño intenta modificar el entorno para conseguir lo que desea. Dada la inmadurez de su sistema cognitivo y sus dificultades para expresarse a través del habla, la rabieta es uno de los mecanismos más eficaces de los que dispone. Y también pueden ser -si los padres sabemos aprovecharlas- una excelente herramienta de aprendizaje.
Señalábamos asimismo que la mejor forma de prevenir y reducir las rabietas a las «justas y necesarias» es un buen sistema de límites.
El problema es que muchas veces no somos eficaces a la hora de poner límites. ¿Por qué? Por desconocimiento de su cometido. Los padres debemos tener bien presente cuál es la función de los límites: proteger a los niños y facilitar el aprendizaje al ayudarnos a predecir el entorno.
Los límites no son un castigo. Tienen una función clara: proteger a los niños y facilitar el aprendizaje al ayudarnos a predecir el entorno.
Por ello deben ser:
- Controlados: un exceso de límites genera problemas de conducta.
- Claros: el niño debe comprenderlos perfectamente.
- Coherentes: el límite tiene que verse reforzado por la conducta de los padres. No es coherente pedir al niño que recoja su habitación y que sea mamá la que después la recoja. Podemos ayudarle a hacerlo, pero él tiene que participar en la tarea de recoger su cuarto.
La experiencia demuestra claramente que las familias que carecen de límites bien definidos o imponen un exceso de ellos generan en sus hijos inseguridad, falta de autoestima, pobre autocontrol, sentimiento de desprotección (el niño relaciona de inmediato la falta de límites con la falta de protección por parte de sus padres). Es curioso observar cómo niños muy pequeños empiezan a forzar situaciones a través de comportamientos inapropiados para obligar a los padres a que les pongan límites.
Como conclusión, podemos destacar lo siguiente:
- Poner límites no es castigar. Los niños no tienen que entender los límites como un castigo, ya que lo único que persiguen es su protección. Por consiguiente, se deben aplicar con cariño y respeto.
- Los límites deben ser claros y guardar coherencia con la conducta del adulto. Por omisión también se aprende: si mi hijo pega un bofetón a su hermana y no le digo nada, aprenderá que puede pegar bofetones. La omisión del límite genera mucha información al niño.
- Su aprendizaje requiere esfuerzo. Es normal que nos encontremos con niños a los que les cuesta aceptar límites. Tenemos que ser capaces de valorar el esfuerzo que realizan por controlar la rabieta, más que el resultado. Una vez interiorizado el límite, no será necesario seguir reforzando el proceso.
- No respetar los límites tiene consecuencias.
Dicho lo anterior, y como es muy probable que hasta que vuestros hijos interioricen esos límites os enfrentéis a unas cuantas rabietas, viene a colación la pregunta siguiente:
¿Cómo puedo bajar del nivel de activación de mi hijo durante la rabieta?
No hay recetas mágicas porque, como todo lo que tiene que ver con los peques, cada niño es un mundo y requerirá un enfoque diferente.
A continuación enumero algunas de las estrategias que utilizamos en el gabinete en función de las características del niño.
- Retirada total de la atención, permaneciendo al lado del niño para aportar un margen de ayuda si es necesario, y aplicar la «técnica del disco rayado». Tengo claro lo que no voy a aceptar y lo repetiré una y otra vez. Puedo presentar diferentes argumentos (manteniendo siempre la calma), pero sin ceder en cuanto al límite impuesto.
- Contacto físico. Cuidado en este terreno. A algunos niños les beneficia cierta contención física en momentos de activación intensa, pero otros buscan gritar y patalear, es decir, soltar toda la energía que conlleva el enfado, y esto también hay que permitírselo. A veces nos asustan estas reacciones y tratamos de frenarlas, lo que es contraproducente.
- Tiempo fuera controlado. Hay niños que incluso verbalizan su deseo de que se les deje solos para salir de ese nivel de activación. Seamos coherentes con nosotros mismos: cuando los adultos nos enfadamos, también sentimos a veces deseos de gritar, de marcharnos o de caminar. ¿Por qué no permitírselo a nuestros hijos cuando sienten lo mismo?
- Contar hasta 10, verbalizar el enfado. Hay niños a los que les ayuda contar hasta diez o expresar que están enfadados.
- Descarga activa de tensión. Correr, sacos de boxeo, bolas antiestrés, plastilina, garabatos… cualquier cosa que les ayude a aliviar el estrés.
- Semáforo de relajación, técnica de la tortuga, caja de la calma… Estas técnicas que utilizamos en terapia también pueden ser útiles en casa. La técnica del semáforo utiliza tres colores (verde, naranja y rojo) con los que alertamos al niño de su nivel de activación y de ciertas señales conductuales que lo acercan al desbordamiento emocional. La técnica de la tortuga, basada en los cuentos, es un método de relajación dirigido a los más pequeños. La caja de la calma (o un espacio de la habitación habilitado para ello) se prepara con el niño y contiene elementos personales que desvían su atención hacia otros estímulos y le ayudan a relajarse cuando el nivel de activación es elevado.
Cuatro recomendaciones:
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Quiero destacar la importancia del modelo en estas situaciones: debemos transmitir calma. Una vez alcanzado el nivel de activación funcional (y este tiempo será diferente en cada niño), reforzaremos el esfuerzo del niño por controlar la rabieta. Nunca castigaremos las rabietas, porque no dejan de ser una expresión del enfado que siente. Nuestros niños tienen que aprender que el enfado tiene su razón de ser y que en algunos momentos de su vida tendrán que enfadarse, porque de lo contrario pueden tener problemas. Pero tenemos que aprender a enfadarnos de forma más adaptativa.
- Nos replantearemos la situación de forma que nos asegure el éxito. Y si el niño necesita ayuda, se la ofrecemos: «Ahora que estás tranquilo, ¿qué es lo que te ha hecho enfadar? ¿Por qué?». En ocasiones los niños no saben por qué están enfadados. Los adultos nos hacemos este tipo de preguntas a través del canal del lenguaje interno que siempre está activo. Los niños todavía carecen del mismo y deben ir estimulándolo con ayuda externa.
- Volveremos a explicar el límite y las posibles alternativas (¿Cómo lo puedo hacer la próxima vez?).
- Y, por último, siempre que sea posible, favoreceremos el sobreaprendizaje («Ya hemos trabajado sobre esta situación; ahora volveremos a hacerlo, pero bien.» El niño tiene ahora un guión; ya sabe cómo debe hacerlo. La nueva situación -en esta ocasión correctamente realizada- nos va a permitir premiarlo con una abrazo o un beso. Esto dejará una huella en su memoria que lo llevará a repetir ese comportamiento la próxima vez que se encuentre en la misma tesitura.
Icíar Casado (Psicóloga)
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